La violencia y la inseguridad en diversos estados del país ya rebasaron la etapa de los riesgos, ya hasta parece que perdimos la capacidad de asombro.
Mucho tiene que ver la narrativa de los gobiernos, los cuales encuentran explicaciones colaterales y en muy pocos casos asumen su responsabilidad.
Definir la violencia en términos de que se matan entre ellos o que son daños colaterales a lo que lleva es a normalizarla. Sean los “malos” o sean daños colaterales, es evidente que estamos hablando de personas que viven en el país y a las cuales se les tiene que atender o se tiene que atacar el problema que ellos representan.
Hemos sido testigos de cómo en los últimos años la violencia se fue generalizando. Hemos colocado a la inseguridad como parte de nuestra cotidianidad aprendiendo y actuando para evitarla. Sabemos bien qué hacer y qué no hacer y a pesar de ello muchas veces acabamos en medio de ella.
Hemos pasado en los últimos años de ser el país que se iba a “colombianizar” a convertirnos en un referente para otras naciones bajo el concepto de “mexicanizar”. Para América Latina somos un referente de violencia y narcotráfico. Nos señalan, algunos gobiernos le plantean a sus ciudadanos que tengan cuidado si tienen pensado viajar a algunas ciudades del país.
Recientes informes reportan que en al menos 81 puntos del país se vive bajo elementos que se pueden definir como narcoestados. El concepto como tal es brutal. Sin embargo, la delincuencia organizada se ha ido apoderando de los aparatos de gobierno y ha ido influyendo en los procesos electorales.
El actual gobierno no ha podido atinar en una política que al menos atempere la violencia o que permita un diagnóstico preciso que lleve a estrategias distintas de lo que se ha hecho hasta ahora. Pareciera que los aparatos de inteligencia están sometidos a las políticas y a una narrativa en la que se pretende demostrar que las cosas van siendo diferentes. En los hechos se tiene que reconocer que en algunos municipios se acabó la libertad de vivir y transitar.
Tonatiuh Guillén nos hacía ver la gran cantidad de familias que están siendo obligadas a desplazarse hacia el norte del país. Es el mismo fenómeno que se presentó en El Salvador y Honduras cuando las familias materialmente huían de la violencia. Se daba el caso de que los padres de familia materialmente sacaban a sus hijos de sus hogares, porque las bandas los obligaban a integrarse a la delincuencia y a enfrentar a la autoridad.
Bajo estos escenarios se acaba entendiendo la simpatía que para los salvadoreños tiene Nayib Bukele. La tentación de cerrar los espacios y actuar en los límites de los derechos humanos se está convirtiendo en una opción para muchos gobernantes y ciudadanos.
En el marco de los Juegos Centroamericanos y del Caribe conversando con delegados de Guatemala, Honduras, Nicaragua, Jamaica y Haití, entre otros, nos decían que darían cualquier cosa con tal de poder transitar a cualquier hora como lo estaban haciendo en San Salvador.
La ausencia de estrategias y la falta de políticas públicas que enfrenten la inseguridad están llevando a decisiones desesperadas que acaban teniendo altos niveles de popularidad y aceptación entre los ciudadanos. En algún sentido la propuesta de Marcelo Ebrard camina indirectamente por estos terrenos.
Lo que pasó estos días en Guerrero tiene que ver con la falta de un diagnóstico preciso, con acuerdos bajo la mesa que lo único que hacen es agudizar los problemas y, sobre todo, creer que las cosas se pueden resolver solamente con abrazos. Es Guerrero, Guanajuato, Zacatecas, Chiapas, Nayarit, Colima, Sinaloa y Sonora, por mencionar los que están a la vista.
Nadie se puede negar al diálogo en medio de conflictos. Sin embargo, la comunicación con la delincuencia organizada termina por ser en algún sentido el fracaso de las estrategias en materia de seguridad; es un tema que ya está entre nosotros.