PÁRAMO DE VIOLETAS/Liz Carreño
En un vaso ancho puse tres cucharaditas de azúcar morena, vertí el jugo de medio limón y unas cuantas hojas de hierbabuena. Mientras lo dejaba reposar prendí las velas y esperé que se impregnara en el ambiente el aroma dulce y picante de la canela, la cama lucía fabulosa en esas sábanas blancas como alas de ángeles y las rosas rojas en la mesita de noche engalanaban la habitación.
Lo esperaba con tantas ansias que me sudaban las manos, quemé la conquista de mi voluntad al conocerlo, tanto que descubría mis muslos inmaduros derritiéndose en mil voces que me llevaban siempre a él. Sumida en mis pensamientos regresé al mojito, agregué dos cubitos de hielo y un ron que olía delicioso, el agua mineral vendría después. Esa noche otra vez nuestro instinto se cifraría sobre la seda, afirmaría su placer en la destreza y la necesidad que nos vinculaba.
El espejo me mostraba la imagen que yo quería ver y al ritmo de “fly me to the moon” me balanceaba suave en la espera de mi hombre. Lo conocí cuando era niña y él me regalaba dulces y me hablaba de música en la banqueta de la escuela, mi uniforme de cuadros ahora era una fantasía de alcoba. Nunca imaginé que los años nos reencontraran en este universo tan vasto de posibilidades, antes se notaba la década de diferencia, ahora éramos adultos y aunque mi corazón había olvidado latir, sin darse cuenta se puso en marcha al unísono de sus brazos. Se convirtió en la esperanza latente, en el amor real, en la esencia que me mareaba y el temblor que me perdía.
Llegó apresurado viendo el reloj, últimamente tenía siempre el tiempo contado, me dió un beso y de nuevo me llevó al cielo. Jugamos, hablamos, bailamos, reímos, bebimos mojitos al compás de la piel. Lo empujé hacia la cama y con un hielo entre los labios me corrompí en su pecho, sus piernas, su espalda y despacio até sus manos a la cabecera con una soga que tenía bajo la almohada, en un juego que siempre disfrutaba.
Mi corazón estallaba en sentimientos, montada en él cumplí mis sueños más anhelados, lo amaba en verdad, por eso me dolía tanto su engaño, lo amaba hasta dormida, por eso lloraba sin detenerme en esas noches de ausencia.
Mi excitación crecía al mismo tiempo que mis ojos se llenaban de agua salina, entraba y salía de mi cuerpo igual que de mi vida, acariciaba su rostro sin dejar de moverme, el dolor interno aumentaba proporcionalmente con el placer externo. Las lágrimas comenzaron a escurrir por mi rostro y yo rodee su cuello con las dos manos ejerciendo presión, mis caderas se apresuraban y en mi cabeza no dejaba de darme vueltas su confesión al decirme que siempre le había sido infiel a su esposa en todas las formas posibles y no, no, no, en verdad que no era justo… ¡yo lo amaba!
Lo sentí forcejear y aceleré la velocidad de mi acto aplicando más fuerza en la presión de mis manos y la estrechez de mi pelvis ¡yo no quería ser su amante! ¡yo no lo quería en secreto! ¡yo estaba enamorada!
Él pataleaba e intentaba soltarse mientras en completo descontrol apretaba su cuello con toda la pena que llevaba cargando y sollozando desconsolada grité; en un solo quejido yo llegué al clímax y él al pabellón de la muerte.
Pasé el resto de la noche con la vista nublada y el equilibrio olvidado, llorando en su pecho inmóvil hasta que el silencio me condenó con su partida, le solté una mano para que me abrazara un momento en ese entorno de sentencias cumplidas, no volverá a ser mío, ni de nadie más. Recogí mis sombras y antes de salir me terminé el último mojito de la velada.