SEGUNDA DE TRES PARTES. Entre barro, luz y misterio, la serpiente encarna el poder de la poesía: curación, conocimiento y transgresión. ¿Es el poeta quien crea la sierpe o es ella quien lo sueña a él?
CULTURA/José Natarén
Sí m b o l o t é r r e o p o r excelencia, la serpiente es también potencia lumínica; un poder crepuscular y portadora el misterio del alba, lucero de la mañana, terrible Prometeo que roba el fuego en la primera transgresión. Sierpe que trisca, que entremezcla el día y la noche, la luz y la oscura tierra, el nombre y la arcilla, el barro sonoro con la que los magos forman al gólem, como el poeta crea un cuerpo de palabras para contener la vida, la poesía. Símbolo de la curación o del comercio, cuando se enrosca en un bastón, en su forma de caduceo o vara de Esculapio, también es insignia del conocimiento. Y la poesía -como lo supieron los antiguos, luego los románticos y más cerca de nosotros, los surrealistas- es una vía de comprender o al menos aproximarse a la realidad, a nosotros mismos, a nuestras motivaciones esenciales y manifestaciones más propias, a lo humano y lo divino, a lo abstracto como a lo concreto, a los más personal pero también a lo que nos hermana con toda la especie humana, la voz colectiva de resonancia universal. Y el cantor en su osadía interroga, aunque él ha creado a la sierpe con canto, porque desconoce el último reducto de su deseo, el sueño de la serpiente, reposo mineral en el que, acaso, el propio poeta finca su existencia. Desconoce o ha olvidado sus propias razones, su propio sueño. ¿Con qué alimenta el poeta a su creación? ¿De qué manera poetiza? Más bien ¿De qué manera sucede el milagro de la poesía? Y más allá; tal vez, él sólo es imagen en el letargo del reptil, el poeta no es más que la obra de su propia creación. ¿Quién inventa a quién?
¿Qué sueñan los reptiles?
¿Con qué pezones amamantan?
¿De qué manera nos escriben, nos describen?
A la vez, el poeta pregunta a sí mismo y al otro que es, a los otros que lo somos:
¿Quién advirtió que de mi voz
ríos de sierpes surgían trepidando?
¿Qué llama hostil clavose en mi virtud
para después desmoronarse como el sueño?
¿Cómo explicarle a mi altivez, a mi preñez,
que de mi escama sólo he de ser volátil poderío?
Más que respuestas, preguntas; el poeta inquiere para trastocar el universo con la sonoridad de su palabra, para perforar el tiempo y se filtre la luz que revele la última estación de todas las cuestiones, el misterio de la vida, las razones del dolor, lo fugaz de la alegría, el asombro por todo, y más por el don celeste de poetizar, de crear el mundo, una casa para habitar, e insertar el ser en ella. Una casa que es él mismo, porque el poema es su propio cuerpo, y él mismo es la serpiente entre la bruma. ¿No lo habíamos intuido?
¿Cómo es posible
que al amasarme
no se hayan percatado
que al irme dando forma
iban también
moldeando una serpiente?
Refigurar la realidad, rotarla, trasladarla al territorio de lo humano. Sobre todo, el poeta canta a mitad de la noche para hacer el día, para conjurar su contradictoria condición de ser, entre el placer y sufrimiento, entre lo sagrado y lo mundano, entre la vida y la muerte. Canta para descubrir quién es, para comprenderse, porque en el conocimiento de sí mismo estriba el entendimiento del universo y de los dioses, bien dice el lema délfico. Santos dice:
¿Por qué alarido nací?
¿Por qué en hervores me doy?
Si soy el gozo de dos,
¿por qué navajas parí?
¿Por qué me doy contra Dios?
¿Por qué vomito furor?
¡No quiero sedas ni olor
ni azules que den zafir,
hoy quiero saber quién soy,
oh, tierra amarga de mí
Con la conciencia de la singular condición del vate, aquel capaz de ver más allá y más acá de los demás. Afirma, con mayor honestidad que soberbia: “Soy fuego”. En efecto, este vate está traspasado por el relámpago del verbo y se convierte en llama, sierpe entre la bruma y el tizón, está enamorado, henchido, sobrecargado de la poesía, un torrente que arrasa como plaga para purificar el silencio. La voz del hombre que toca y trastoca el mutismo de los seres y las cosas inertes, más bien inexistentes hasta despertar en la lengua del poeta, que proclama:
Agítanse las rocas si las rozo,
enróscanse las aguas si las nombro.
¿Cómo pasar sin que el espejo y la sordera
se rebelen?
¿Por qué resquicios de los sueños escurrirme?
¡Maldita sea la noche de placeres efímeros
en que mi propio vientre concibió este castigo!

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