Con la lectura de Firmamento, el último poema de Atmósferas, negaciones, la palabra venció al tiempo y la poesía iluminó la duda.
CULTURA/José Natarén
A punto de crepúsculo, a punto de equinoccio, la tarde del 21 de septiembre de 2024, tría conmigo, de Tuxtla a San Cristóbal, de Coyatoc a Jovel, el libro Humboldt, ciudadano universal de Jaime Labastida, quien fue reconocido con el Premio Nacional de Literatura Fuentes Mares en 1987 por Humboldt, ese desconocido, y con la Cruz al Mérito por la República Federal de Alemania, por su ejemplar dedicación al estudio de la obra del sabio teutón, autor de Kosmos, epónimo de especies animales, vegetales, elementos geográficos, geológicos, universidades, ciudades, pueblos, cuerpos espaciales, nacionalizado mexicano (1827) y declarado Benemérito de la Patria mexicana por el presidente Juárez (1859).
Labastida es el experto latinoamericano en la obra de Alejandro de Humboldt; uno de los destacados académicos continentales, de los mejores editores durante décadas, al frente de Siglo XXI, editorial con la que marcó una era, un ciclo que, como todo en la vida, debió completarse y más, como es común, en el mundo comercial, para escándalo de los ajenos a lo práctico y a los propios de la maledicencia. Esa noche de equinoccio, durante cinco minutos, su poesía, obra bella y fugaz que deleita a la eternidad, venció a lo real: esplendencia de la imagen sobre la desolación del tiempo, trascendencia de la historia al inquirir por los cimientos de la realidad, inquietud cosmológica, duda filosófica, necesidad de comprensión del origen, actualización de la clásica duda: “¿por qué hay algo en vez de nada?”, conjuro del caos primordial, motivo del Big Bang. El poeta -otro y el mismo que leía poemas con los otros integrantes de La espiga a fines de los 50- recitó “Firmamento”, el último poema del libro Atmósferas, negaciones, incluido en la edición de su obra completa. Como curiosidad crítica, en la primera parte del libro dialoga con “La epístola a Arias Montano” de Francisco de Aldana e intercala versos de la epístola a lo largo del poemario.
Luego de escucharlo, tras el arrobo que manifiesta la experiencia estética, es factible apuntar que en “Firmamento” se traza un retrato del hombre -él, ustedes y yo, todos, voz de lo colectivo- que se sabe solo en el espacio, en la inmensidad que no se presume cosmos. Nos observamos a través de su mirada -entonces nuestra- como el individuo -pletórico de preguntas como de asombro- contra el horizonte, celeste oquedad que pulsa el corazón en la cima nocturna, en el desasosiego por la advertencia de un universo dejado a su suerte por la suprema indiferencia, sin más sentido que el dado en y por la palabra. “Firmamento”, un poema de fuerza primigenia, con el ímpetu de miles de millones de años, siglos de edades atrás con una resonancia en la que se puede presentir el eco sinfónico de alcance universal que nos deja en la conciencia escuchar “Muerte sin fin”. Aunque también grave, “Firmamento” es menos solemne y más encarnado, más humano, menos metafísico, más lírico, y sí, filosófico, pero desde la particular visión del hombre sobre una eternidad humana pasajera, “enferma humana que contagia”, de acuerdo con el propio Labastida, uno de los grandes críticos de orientación marxista, autor de uno de los clásicos contemporáneos de la educación filosófica superior, el más de veinte veces reeditado Producción, ciencia y sociedad. De Descartes a Marx (1969).
“Firmamento”. Poesía y mito, poesía y cosmogonía, poesía y filosofía. Poesía, pan de certeza y vino de incertidumbre. Poesía como vía de conocimiento, hallazgos del que explora la geografía del Ser, o lo que el Ser permite dejar de ocultar a través de lo humano, lo que se filtra en el cuerpo verbal, la irrigación de la poesía en el mundo.
Animal de silencios, el poeta, persiste por la palabra, por la poesía, melliza y rival, lo más propio y a la vez la voz de lo “otro”. La voz se levanta y celebra y protesta, afirma su cuestionamiento, constata su saber que no sabe: es. La poesía es y al fin, somos; la poesía nos devuelve nuestro ser: ser colectivo, seres de pensamiento y deseo; palabras, signos y significados, creadores de sentido; seres de, por y en el lenguaje. El poeta Jaime Labastida cuestiona la preponderancia del amor dantesco y canta la culminación:
“Ninguna nube enturbia el firmamento
la noche disemina la luz entre los astros.
¿Es el amor, sólo el amor, oh, dioses,
eso que mueve al sol y las estrellas?
¿Dónde queda el rencor, en dónde el odio,
dónde la indiferencia simple y llana?”.
CODA
Jaime Labastida, aparece en escena en Escrito en Tuxtla – obra reconocida con el Premio José Fuentes Mares 2024- identificado por el autor, Óscar Oliva, su hermano, con Néstor Gerenio de la Odisea, el sabio entre los aqueos. Leemos casi al final del capítulo XVI, dedicado al autor de “La feroz alegría”:
“Néstor y yo, el uno con el otro conversando, más bien ensayando el treno, con musical desorden, si es posible calificar, con estridencia, con todos nuestros muertos alrededor esperando el banquete, dos ancianos que vislumbran por encima del miedo los estragos del amor y del sobreactuar, y más allá de la pantalla de cine un torrente sonoro, y atrás de la pantalla la silla que se desvanece en el aire, lo inconmensurable, siempre quise desde pequeño saber qué hay detrás de la pantalla, nada más oscuridad, murciélagos ciegos, gatos ciegos, desde pequeño y viejo”.
Es claro que Labastida y Oliva son los poetas-pensadores entre los escritores mexicanos, porque inquieren la razón del firmamento con la palabra poética a la velocidad de los acontecimientos planetarios.

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