Lo que vimos en el Senado no fue una anécdota graciosa, fue un recordatorio de la fragilidad del sistema político mexicano, sostenido en muchas ocasiones por egos masculinos incapaces de discutir sin llegar a los golpes.
LO QUE NO SE NOMBRA, NO EXISTE/Gely Pacheco
La semana que pasó, la política mexicana nos regaló un espectáculo digno de la WWE o de Super Nova: Alito Moreno y Gerardo Fernández Noroña se fueron literalmente a los golpes desde la máxima tribuna del Senado mientras cantaban nuestro Himno Nacional Mexicano. Sí, ese espacio solemne donde debería discutirse el rumbo del país terminó convertido en la Casa de los Famosos con cámaras en vivo. Y lo más indignante no fue la pelea en sí, que ya de por sí raya en lo vergonzoso, sino que hasta hoy no hemos escuchado ni una sola disculpa dirigida al pueblo mexicano. Al contrario, pareciera que ambos decidieron, sobretodo Alito, sacarle raja mediática a su show de testosterona, prolongando la violencia con declaraciones y marchas altisonantes.
Y aquí viene la analogía inevitable e incómoda: ¿no que las “emocionales” éramos nosotras, las mujeres? Durante siglos, la excusa para cerrarnos la puerta a la vida pública del país fue que nuestras hormonas nos volvían inestables, irracionales, histéricas y, en el colmo del absurdo, “un peligro para la democracia”. Y no crea usted querida lectora o lector, que estoy inventando basta con recordar, por ejemplo, a Aristóteles quién decía que las mujeres no teníamos la fuerza para gobernar las emociones. O Platón, en su obra ‘’La República’’ sugiere que las mujeres somos inferiores en todo. Rousseau argumentaba que nuestra naturaleza es ser dócil, modesta y emotiva. Schopenhauer, en su ensayo ‘’Sobre las mujeres’’ nos describe como seres de cabellos largos e ideas cortas, infantiles, racionales y carentes de sentido abstracto. Sólo por mencionarles algunos ejemplos. Entonces, qué ironía ver a dos hombres encumbrados, con décadas de carrera política, resolviendo diferencias con manotazos, empujones y gritos de secundaria.
El episodio nos recuerda también la pelea internacional cuando Donald Trump y Elon Musk se retaron en una disputa mediática en la red social de X. Spoiler: ninguno ganó pero el espectáculo mediático les dio suficiente reflector. Entonces, ¿sólo las mujeres somos emocionales?
El problema es que la violencia masculina no se nombra como tal. Se disfraza de “carácter fuerte”, de “hombre de convicciones firmes”. Si un político golpea la mesa, insulta o se lanza contra su rival, la narrativa es que es “un hombre de pasiones”, ‘’un líder’’. Si una mujer levanta la voz en el Congreso, se le acusa de histérica. Si llora, de débil. Si se mantiene firme, de insensible y violenta. Es decir: hagas lo que hagas, el juicio tanto de hombres como de mujeres siempre va en nuestra contra.
Por eso digo que lo que no se nombra no existe. Y la violencia emocional de los hombres en el poder, que arrastra instituciones enteras y erosiona la política, sigue sin nombrarse como tal. La hipocresía es evidente: a nosotras nos patologizan, a ellos los aplauden y no se les exige una disculpa pública. No vemos a los partidos políticos condenando la violencia generada por hombres desde la máxima tribuna.
Lo que vimos en el Senado no fue una anécdota graciosa, fue un recordatorio de la fragilidad del sistema político mexicano, sostenido en muchas ocasiones por egos masculinos incapaces de discutir sin Llegar a los golpes. Y mientras tanto, a millones de mujeres se nos sigue exigiendo “prudencia” o ‘’formas’’ para ser escuchadas y tomadas en cuenta como si el autocontrol fuera un examen exclusivo para nosotras.
Tal vez la lección de esa semana sea simple: las hormonas no tienen género, pero la doble moral sí. Y si de verdad la política mexicana quiere madurar, tendría que empezar por pedirnos disculpas, no a nosotras las mujeres, que bastante hemos aguantado estos prejuicios milenarios, sino al pueblo entero que vio cómo sus representantes se convirtieron en gladiadores de un coliseo romano que ya no divierte, sino que avergüenza.
Lo que no se nombra no existe. Así que aquí lo nombro: la violencia emocional es masculina, estructural y además televisada en tiempo real y violencia simbólica legitimada desde la máxima tribuna. Desde ahí, se normaliza también la cultura de la violencia haciendo apología que gritar, insultar, golpear o humillar, es una forma de ganar influencia o poder. La democracia no sólo son votos es también la calidad del espacio público que construimos entre todos y todas. Permitir que sea violencia emocional y simbólica, se normalice, es dejar que se siga pudriendo el tejido social.
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