A inicios de este siglo, durante el gobierno de Pablo Salazar, se impulsó en Chiapas el modelo de Pago por Servicios Ambientales, bajo la premisa de compensar a quienes cuidan los bosques.
A ESTRIBOR/Juan CarlosCal y Mayor
A principios de este siglo, en tiempos de Pablo Salazar, se empezó a hablar con entusiasmo de un nuevo modelo de conservación: el pago por servicios ambientales. La idea era simple: si los bosques generan agua, capturan carbono y sostienen la biodiversidad, entonces quienes los cuidan deben ser compensados económicamente. Poco después llegó el PRODESIS (Programa de Desarrollo Social Integrado y Sostenible), financiado en parte por la Unión Europea con más de 31 millones de euros. Entre el Pago por Servicios Ambientales y el PRODESIS se pensaba que, por fin, Chiapas podría reconciliar la pobreza rural con la conservación de la Selva Lacandona.
CIFRAS QUE DESMONTAN EL DISCURSO
La realidad, sin embargo, contradice los discursos oficiales. Solo en la Reserva de Montes Azules, hacia el año 2000 ya se habían transformado 31 mil hectáreas de selva en potreros y agricultura de temporal. Entre 2000 y 2016 se perdieron otras 18 mil hectáreas adicionales dentro del polígono protegido, mientras en la región Lacandona en su conjunto la deforestación superó las 100 mil hectáreas en ese mismo periodo. Si uno suma las pérdidas históricas desde los años setenta, la selva original se redujo a menos de una cuarta parte. Estos números son demoledores: la cultura que prevalece en Chiapas no es la de la conservación, sino la de la depredación.
UNA OPORTUNIDAD PERDIDA
El PRODESIS buscaba “desarrollo sostenible” con proyectos productivos como apicultura, ecoturismo, agroforestería o artesanías. Se habló de capacitación, organización comunitaria y participación. En los hechos, los proyectos fueron mal diseñados, poco sostenibles y sin acompañamiento técnico ni comercial. El dinero fluyó, pero los resultados nunca correspondieron a la magnitud de los recursos invertidos. La Unión Europea terminó con un sabor amargo: mucho financiamiento, poca claridad en la rendición de cuentas y nulo impacto real en el freno a la deforestación.
SUBSIDIOS SIN EFECTO
El pago por servicios ambientales federal, diseñado como subsidio compensatorio, nunca alcanzó montos capaces de competir con la ganadería extensiva o con la agricultura de frontera. A lo sumo, se entregaban entre 300 y 500 pesos por hectárea al año, en periodos de cinco años. Demasiado poco frente al incentivo económico de desmontar. Al terminar los pagos, muchos beneficiarios simplemente abandonaban el compromiso y regresaban al potrero o a la milpa.
IMPUNIDAD
El fracaso del pago por servicios ambientales y del PRODESIS demuestra que no es cuestión de montos. Aunque se destinen millones de pesos o de euros, si la selva puede talarse con absoluta impunidad, tal y como siempre ha sucedido, la ecuación nunca cambiará. Nadie aplica la ley contra la deforestación: ni autoridades federales, ni estatales, ni municipales. Los incendios provocados, el avance de la ganadería y las invasiones en áreas naturales protegidas ocurren a plena luz del día. La señal es clara: en Chiapas se puede depredar sin consecuencias.
EL MISMO DISCURSO DE SIEMPRE
Pese a todo, recientemente, durante la visita de la secretaria del Medio Ambiente al estado, se volvieron a repartir recursos bajo el mismo esquema de pago por servicios ambientales. Otra vez los mismos cheques simbólicos, la misma retórica de conservación, la misma foto oficial para la prensa. Nada se dijo sobre los pobres resultados acumulados durante más de veinte años ni sobre la falta de vigilancia efectiva para detener la tala. Como si repitiendo una fórmula fracasada se pudiera revertir la tragedia.
EL TURISMO PERDIDO Y LA DEPENDENCIA FORESTAL
Y no solo fallaron los subsidios: también se invirtió en centros ecoturísticos dentro de comunidades de la selva. Se inauguraron con bombo y platillo, pero con el tiempo se fueron deteriorando. Sin capacitación para administrarlos, sin promoción turística profesional y sin conectividad adecuada, muchos de esos espacios hoy están abandonados o funcionan de manera precaria. La oferta turística conservacionista es prácticamente nula para quienes quieren conocer la selva con servicios de relativa calidad.
A ello se suma el peso de la dependencia energética de la leña. En Chiapas, casi la mitad de las familias (48 %) cocinan todavía con leña o carbón. El consumo promedio es de 5 kilos de leña por persona al día, lo que equivale a más de 3 millones de toneladas anuales extraídas de bosques y acahuales. Aunque parte proviene de monte secundario, la presión acumulada recae sobre selvas y áreas de conservación. Los fogones abiertos y los hornos de leña son un motor silencioso de deforestación que ningún programa ha querido enfrentar con seriedad.
EL CÍRCULO VICIOSO DE LA MILPA
A esa presión se suma lo poco rentable del cultivo de maíz para autoconsumo, base de la dieta campesina. En promedio, un productor obtiene 1.2 toneladas por hectárea, cifra muy baja comparada con las 8 o 9 toneladas de estados del Bajío o de Sinaloa. Esto significa que, para alimentar a una familia, se necesitan abrir más tierras de milpa cada ciclo agrícola, reproduciendo el círculo vicioso de tala–siembra–agotamiento que nunca alcanza para sacar de la pobreza. El deterioro y la erosión son el pan nuestro de cada día.
LO QUE FALTA DE VERDAD
Si de verdad queremos preservar lo que queda de la Lacandona y de otras selvas chiapanecas, no basta con subsidios temporales ni con proyectos de escritorio. Se necesita aplicar la ley, castigar a quienes deforestan, detener invasiones y crear cadenas productivas que den valor al bosque en pie: manejo forestal comunitario, biocomercio, ecoturismo de calidad que no se quede en la anécdota de una inauguración. Mientras la impunidad prevalezca, la selva seguirá siendo tratada como tierra de nadie: un recurso a explotar hasta el agotamiento.
La factura no la pagará el gobierno, la pagaremos todos con un futuro sin agua, sin bosques y sin vida.

			
			