Cada septiembre evocamos un “grito” que asociamos con libertad y patria, pero la realidad fue distinta: el alzamiento iniciado en Dolores no proclamó independencia, sino una disputa de élites criollas y mestizas contra los peninsulares, en medio de la crisis de la corona española.
A ESTRIBOR/Juan CarlosCal y Mayor
El mito de la independencia mexicana nació en Dolores, pero la historia real dista mucho de la gesta heroica que cada septiembre recreamos. El famoso “grito” de Miguel Hidalgo no proclamó la libertad de México, ni llamó a una patria soberana. Fue, más bien, el estallido de una disputa de poder entre criollos y mestizos contra los gachupines, aprovechando la crisis que la invasión napoleónica había desatado en España. No se trataba de construir un país nuevo, sino de desplazar a los peninsulares del poder local.
LA DISPUTA DE LAS ÉLITES
Criollos y mestizos, relegados durante décadas, encontraron en la debilidad de la corona la coyuntura para disputar el mando. El discurso era de lealtad al rey Fernando VII, pero la práctica fue la insurrección y el saqueo. El pueblo, movilizado en nombre de la Virgen de Guadalupe, sirvió como fuerza bruta, sin entender un proyecto nacional. Era una revuelta, no una independencia.
LA ALHÓNDIGA DE GRANADITAS
El episodio más brutal de aquella primera etapa ocurrió en Guanajuato. El intendente Riaño, viejo amigo de Hidalgo, había resistido con un puñado de españoles en la Alhóndiga de Granaditas. Hidalgo sabía de su amistad, pero no contuvo a la muchedumbre. Miles de indígenas, armados de palos y machetes, arrasaron con los refugiados en un baño de sangre. Ni la amistad ni la prudencia detuvieron la matanza: hombres, mujeres y niños fueron asesinados sin piedad. Ese acto, glorificado después como triunfo insurgente, fue en realidad un crimen colectivo que marcó con violencia y rencor el inicio de la revuelta.
RAPIÑA Y VIOLACIÓN
Lo que siguió fue aún más sórdido. La multitud se entregó a la rapiña, al saqueo y a la violación de los ciudadanos. La causa insurgente quedó manchada de inmediato, mostrando que no se trataba de libertar a un pueblo, sino de aprovechar la coyuntura para obtener provecho personal. La insurrección se desbordó en violencia sin control, y las fisuras internas entre Hidalgo, Allende y Aldama se agravaron. Lo que hoy recordamos como una gesta patriótica fue, en esos días, una orgía de sangre y pillaje.
LA DISPERSIÓN EN MÉXICO
Conforme avanzaron hacia la Ciudad de México, el impulso de la insurrección se fue desinflando. En cuanto los miles de indígenas llegaron a las orillas de la capital, se disipó la marea humana. ¿Por qué? Porque ya no había qué saquear y porque el miedo se impuso. Allí no había haciendas indefensas ni pueblos desprotegidos, sino un ejército realista bien entrenado. El supuesto pueblo insurgente se dispersó antes de enfrentar una batalla decisiva. El sueño épico que la historia oficial enaltece terminó siendo, en realidad, una fuga masiva ante la primera prueba de fuerza militar.
GUADALAJARA Y EL DELIRIO DE PODER
En Guadalajara, Hidalgo llegó ya embriagado de poder. Allí se celebró un tedeum en su honor y él mismo se proclamó “Su Alteza Serenísima”. El antiguo cura, que había empezado como cabecilla insurgente, se convirtió en un tirano improvisado. Mandó a llamar a todos los españoles avecindados en la ciudad, más de mil personas, y ordenó masacrarlos inmisericordemente, sin piedad ni juicio previo. Aquel acto selló la deriva de Hidalgo: de líder errático a verdugo despiadado, incapaz de contener sus delirios y cegado por la soberbia.
EL SIERVO DE LA NACIÓN
Entre la confusión y el desorden, surgió una figura distinta: José María Morelos y Pavón. A diferencia de Hidalgo, supo imponer disciplina militar y, sobre todo, dotar al movimiento de un horizonte político. En 1813 presentó ante el Congreso de Chilpancingo sus Sentimientos de la Nación, un documento que delineaba soberanía popular, división de poderes, abolición de la esclavitud y moderación de la opulencia. Fue la primera vez que se esbozó una verdadera arquitectura del México por venir.
Morelos, que prefirió llamarse “Siervo de la Nación”, rehusó títulos y ambiciones personales. Su legado fue institucional y moral: la Constitución de Apatzingán de 1814, aunque nunca aplicada en plenitud, mostró que el movimiento insurgente podía trascender la rapiña para convertirse en un proyecto republicano. Su muerte en 1815 truncó esa visión, dejando un vacío que se llenó con más años de guerra, pero también con un referente de integridad frente al caudillismo.
EL VERDADERO CONSUMADOR
El caos de 1810 no fue independencia, sino insurrección sin proyecto. La verdadera visión de un país independiente nació más de una década después, con Agustín de Iturbide. Él supo pactar con Guerrero, conciliar intereses y articular el Plan de Iguala: religión, unión e independencia. Fue el consumador real, el arquitecto de la nación, frente a un Hidalgo errático, incapaz de controlar a la multitud ni de ofrecer un horizonte político.
EL MITO Y LA VERDAD
El Grito de Dolores sobrevivió porque resultaba útil para la pedagogía patriótica. Era más fácil enaltecer la campana y olvidar la sangre derramada en Guanajuato, los saqueos, las violaciones, la masacre de Guadalajara y la cobardía de una multitud que se disolvió a las puertas de la capital. La independencia que celebramos nació en 1821, no en 1810, y tuvo rostro de estratega político, no de caudillo improvisado. Fue Iturbide, y no Hidalgo, quien realmente pensó en México como nación.
