Desde la desaparición de la Policía Federal de Caminos y el traslado de funciones a la Guardia Nacional, la SICT perdió el control del autotransporte federal.
REALIDAD A SORBOS/Eric Ordóñez
Hay cosas que se mueven en Chiapas sin control, sin registro y sin vergüenza. Una de ellas son las rutas piratas, esas que circulan a plena luz del día con placas particulares, sin seguros, sin licencias federales, pero con la impunidad de quien sabe que la autoridad —la Secretaría de Infraestructura, Comunicaciones y Transportes (SICT)— prefiere mirar hacia otro lado.
El negocio no es menor: más de 540 millones de pesos al mes, solo en la ruta Tuxtla–Tonalá, según cálculos de transportistas formales. Y eso sin contar los corredores Tuxtla–Villahermosa, Tuxtla–Tapachula, Tuxtla–Mapastepec, Tuxtla–Pijijiapan y Tuxtla–Cintalapa, donde el pirataje opera con total libertad. Una red paralela que no rinde cuentas, no paga impuestos, no cumple con la ley y, lo más grave, pone en riesgo la vida de miles de chiapanecos que viajan cada día confiando en que alguien los está vigilando.
Pero nadie los vigila. Nadie los regula. Nadie responde.
Desde la desaparición de la Policía Federal de Caminos y el traslado de funciones a la Guardia Nacional, la SICT perdió el control del autotransporte federal. La ausencia de operativos y la indefinición jurídica han abierto la puerta a un caos donde los particulares hacen negocio con la necesidad y la negligencia.
Mientras tanto, los transportistas que sí cumplen la ley —los que pagan seguros, impuestos, licencias y verificaciones— enfrentan revisiones, multas y trámites interminables. Los irregulares, en cambio, circulan sin freno por carreteras federales, sin permisos, sin bitácoras, sin responsabilidades. Es el retrato más nítido del país que somos: la legalidad castigada y la ilegalidad tolerada.
EL SILENCIO DE LA SICT
En Chiapas, el descontrol tiene nombre y apellidos. Transportistas denuncian que la actual directora del Centro SICT Chiapas, Janette Cosmes Vázquez, se ha vuelto inaccesible: no recibe audiencias, no autoriza inspecciones, no firma trámites a tiempo. Su ausencia física y administrativa se ha convertido en símbolo de una dependencia que opera en piloto automático.
Lo paradójico es que mientras las ventanillas permanecen cerradas, las rutas piratas se multiplican. Las denuncias duermen en escritorios sin firma, los oficios se regresan con sellos vencidos y los transportistas formales —los que sostienen la economía del sector— quedan en total indefensión.
No se trata solo de competencia desleal: es una omisión con consecuencias humanas. Cada unidad irregular que circula sin seguro ni control representa una tragedia potencial. ¿Quién responde si ocurre un accidente? ¿Quién indemniza a una familia si el chofer no tiene licencia federal, ni capacitación, ni examen psicofísico? La respuesta, como siempre, se disuelve en la burocracia.
EL NEGOCIO DE LA INDIFERENCIA
El transporte irregular no es nuevo, pero su expansión tras la pandemia es escandalosa. La inacción de la SICT permitió que el desorden se institucionalizara. Hoy, los vehículos particulares prestan servicio de pasaje en rutas federales con total impunidad, a la vista de todos.
Y el costo no se mide solo en pérdidas económicas: se traduce en empleos perdidos, inversiones detenidas y vidas en riesgo. La cadena de talleres mecánicos, aseguradoras, gasolineras y proveedores que dependen del transporte formal también sufre el impacto.
Mientras las unidades piratas se enriquecen en efectivo, las empresas formales acumulan deudas y desconfianza. Es un modelo perverso: los que cumplen subsidian con sus impuestos la pasividad de una autoridad que debería protegerlos.
La pregunta es obvia: ¿dónde está la SICT?
Y la respuesta, dolorosamente recurrente: en la cómoda inacción.
CUANDO LA OMISIÓN SE VUELVE COMPLICIDAD
La omisión también es corrupción. No necesita maletines, solo silencio.
Dejar que las rutas piratas crezcan sin control es una forma de favorecerlas. Negarse a atender a los transportistas formales, es otra. La directora de la SICT en Chiapas podrá argumentar que carece de atribuciones para realizar operativos, pero el vacío que deja su ausencia se traduce en una red de ilegalidad que ya mueve millones cada mes.
Y mientras el dinero circula sin control, la ley se desvanece.
El transporte formal no pide privilegios, pide piso parejo. Pide que quien paga impuestos no compita contra quien evade todo. Pide que quien se apega a la ley no sea el único que paga las consecuencias. Pero en Chiapas, parece que la legalidad viaja con placas particulares y permiso de omisión.
LA OTRA CARA DEL MOVIMIENTO
El transporte es el pulso económico de Chiapas. Mueve personas, productos, historias. Pero en los últimos años, se ha convertido también en un espejo de la descomposición institucional. Lo que pasa en las carreteras refleja lo que pasa en las oficinas: desorden, falta de responsabilidad y funcionarios más atentos a la forma que al fondo.
Defender el transporte formal no es un asunto gremial: es una defensa del Estado de Derecho.
Porque cuando la autoridad calla ante la irregularidad, no solo traiciona a los transportistas, sino también a los ciudadanos que confían en que las reglas significan algo.
Hoy, el pirataje no solo es una práctica ilegal; es la metáfora rodante de la omisión.
Y mientras los autos particulares se llenan de pasajeros, la ley viaja sola, sin seguro, sin destino y sin conductor.
Cordial saludo.
