Javier Guízar Ovando/Ultimátum
Esa frase -“México, el país donde no pasa nada desde hace décadas”- sintetiza con amarga ironía una verdad que se ha vuelto costumbre: la inmovilidad del poder y la resignación social ante la tragedia. México parece vivir en un eterno presente, donde los escándalos se olvidan con la misma velocidad con que se anuncian, donde la indignación dura lo que un ciclo de noticias, y donde las promesas de cambio son solo una versión actualizada de los mismos discursos vacíos.
No pasa nada -decimos- mientras cada día se acumulan muertos, desaparecidos, desplazados y pobres. No pasa nada, aunque la violencia se normaliza y el miedo se instala en la vida cotidiana. No pasa nada, aunque las instituciones se vacían de sentido y los gobernantes se enorgullecen de estadísticas maquilladas. En realidad, sí pasa todo, pero nos hemos acostumbrado tanto al desastre que ya no lo percibimos como tal.
Desde hace décadas, México repite su historia como una espiral: promesas de transformación, periodos de esperanza, decepción y retorno al desencanto. La corrupción cambia de rostro, pero no de método; la desigualdad se perpetúa bajo nuevos programas sociales; la justicia sigue siendo una palabra hueca.
La frase, más que una queja, es una advertencia: la pasividad social y el cinismo político pueden ser el verdadero cáncer del país. Porque cuando un pueblo asume que nada pasa, el poder deja de tener límites y la democracia se convierte en simulacro. México no es un país donde no pasa nada: es un país donde todo pasa, pero nada cambia. Y esa es, quizá, la forma más dolorosa del estancamiento. ¡Es cuanto!

			
			