Por un lado, los gobernadores las utilizan como vitrinas de legitimidad, fuentes de empleos y, en algunos casos, como espacios de control clientelar.
BALANZA LEGAL/Rodolfo L. Chanona
El financiamiento de las universidades públicas estatales en México, es desde hace más de una década, es una bomba de tiempo. La fórmula de sostenimiento —aportaciones federales y estatales complementadas por ingresos propios— se ha convertido en un campo minado de tensiones políticas, desigualdades regionales y recurrentes observaciones de la Auditoría Superior de la Federación (ASF).
El gobierno federal presume cada año que la Secretaría de Educación Pública mantiene su compromiso con la educación superior, pero la realidad es menos homogénea. Mientras la Universidad Nacional Autónoma de México, vive prácticamente del subsidio federal, las universidades autónomas en los estados dependen, en proporciones muy variables, tanto lo que da el gobierno federal, como lo que, los gobiernos de los estados, puedan o quieran transferirles, exponiendo a las universidades a los vaivenes de la política local y a la fragilidad de las finanzas públicas estatales.
La ASF en las revisiones de las cuentas públicas año con año, genera observaciones por millones de pesos a las universidades públicas estatales; revelando una crisis silenciosa. Los órganos fiscalizadores no solo hallan deficiencias administrativas sino posibles daños a la hacienda pública. La paradoja es que, aun con observaciones, la Federación continúa transfiriendo recursos sin modificar de fondo el esquema de control, mientras que los estados, se quejan de insuficiencia presupuestal y culpan a la SEP de los recortes.
En este tablero político, las universidades son rehenes de dos poderes. Por un lado, los gobernadores las utilizan como vitrinas de legitimidad, fuentes de empleos y, en algunos casos, como espacios de control clientelar. Por otro, el gobierno federal aprovecha la narrativa de “mayores recursos a la educación” para capitalizar políticamente, aunque los montos se dispersen en programas federales específicos y no necesariamente en subsidio directo al gasto corriente.
La pregunta de fondo es, sí la autonomía universitaria se puede sostener bajo esta pinza presupuestal. Ya que, autonomía sin suficiencia financiera se convierte en una ficción. Cuando el gasto depende de las voluntades de los gobernadores, la universidad no solo negocia su presupuesto, sino también, negocia su libertad académica, su capacidad de crítica y en última instancia, su papel social.
Ante este escenario, las universidades autónomas estatales quedan atrapadas entre la exigencia federal de rendición de cuentas y la presión estatal de alinearse políticamente.
La ASF ha documentado no solo una serie de anomalías aisladas, sino un patrón, observaciones millonarias en prácticamente todas las universidades públicas estatales. Esto habla tanto de debilidad en la fiscalización local como de la ausencia de una política integral desde la SEP para corregir la inequidad del financiamiento.
Mientras la UNAM o el Instituto Politécnico Nacional, cuentan con un flujo federal robusto, instituciones en Guerrero, Oaxaca, Michoacán o Veracruz apenas sobreviven con apoyos parciales y con la sombra de pasivos laborales que superan su capacidad de pago.
El gobierno federal en turno, ha preferido evitar una reforma de fondo al modelo de financiamiento universitario. Una revisión significaría enfrentar a gobernadores y abrir un debate sobre autonomía, control político y transparencia. En lugar de eso, se ha optado por mantener el statu quo. Discursos sobre prioridad educativa y cheques condicionados a auditorías que, pocas veces derivan en sanciones ejemplares.
La consecuencia es clara, el país mantiene un sistema universitario público profundamente desigual, donde el origen geográfico del estudiante determina el nivel de financiamiento de su institución; por ejemplo, no es lo mismo estudiar en la Universidad Autónoma de Nuevo
León (UANL), que en la Universidad Autónoma Benito Juárez de Oaxaca (UABJO).
Si algo revelan las cifras de financiamiento y las observaciones de la ASF, es que el verdadero debate pendiente no es cuántos abrazos o castigos se reparten desde el gobierno, sino qué modelo de universidad necesita México, ¿una autónoma y crítica, sostenida con recursos suficientes y transparentes, o una institución atada al clientelismo estatal y a la indiferencia federal?, la respuesta no es técnica, es profundamente política.

