En todos los niveles de gobierno, los espacios de decisión se ocupan no por los más preparados, sino por los más dóciles.
PERIODISMO ACADÉMICO/JavierGuízarOvando
En México, la política se ha convertido en una maquinaria que no promueve la inteligencia, la capacidad ni el compromiso social, sino la obediencia. El sistema político actual -como los anteriores- sigue premiando a quienes saben alinearse, callar y obedecer, no a quienes piensan, proponen o cuestionan. Se castiga el talento porque incomoda, se margina a quien razona porque pone en evidencia la mediocridad del entorno.
En todos los niveles de gobierno, los espacios de decisión se ocupan no por los más preparados, sino por los más dóciles. Se premia al que aplaude, no al que construye; al que repite el discurso, no al que aporta soluciones. El servilismo político ha desplazado al mérito, y con ello se ha normalizado una forma de poder que confunde la lealtad con la sumisión. La obediencia se ha convertido en la nueva moneda de cambio, el requisito indispensable para escalar en la estructura pública.
Esta cultura política tiene raíces profundas. Durante décadas, el sistema priista enseñó que quien contradice al jefe pierde privilegios. Hoy, esa vieja lección sigue viva en los partidos y gobiernos de todas las siglas. Cambian los nombres, los colores y los discursos, pero el método es el mismo: la obediencia es la virtud suprema del político moderno. El talento, la preparación o la trayectoria son accesorios que solo sirven mientras no representen una amenaza al poder.
El resultado de este modelo es devastador: instituciones débiles, funcionarios sin criterio, gobiernos sin rumbo. Las decisiones públicas se toman con base en conveniencias personales y cálculos políticos, no en diagnósticos ni en conocimiento. Por eso México avanza a medias, tropieza una y otra vez, y parece condenado a reinventar los mismos errores. Un país donde los cargos se entregan por obediencia no puede aspirar a una transformación verdadera.
La política mexicana necesita con urgencia una sacudida ética e intelectual. Necesita voces que piensen, no que repitan; servidores que propongan, no que obedezcan. El poder no puede seguir siendo un premio a la fidelidad, sino una responsabilidad que exige capacidad, sensibilidad y visión. La obediencia no es sinónimo de lealtad. Ser leal a un proyecto de nación implica decir la verdad, incluso cuando incomoda, y tener el valor de contradecir cuando el rumbo es equivocado.
Mientras se siga premiando al obediente y se castigue al talentoso, México seguirá atrapado en la mediocridad política. El progreso no vendrá de los que agachan la cabeza, sino de quienes se atreven a pensar distinto y a desafiar la estructura del poder. Porque obedecer sin pensar no es lealtad: es renuncia. Y un país que renuncia a su talento, renuncia también a su futuro.
Finalmente, conviene señalar que Chiapas no está exento de este escenario político analizado desde la academia y desde mi propia forma de interpretar el mundo. Este texto surge a partir de una conversación con mi amigo, el político y notario Juan Carlos Cal y Mayor Franco, y con la Mtra. Rocío Alvarado.
¡Es cuanto!
¡Salud, Vale!
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