Lo matamos cuando hacemos chistes sobre feminicidios, violaciones, narcos, desapariciones, balaceras como si fueran parte de nuestra cotidianidad.
LO QUE NO SE NOMBRA, NO EXISTE / Gely Pacheco
La última vez que hice una reflexión similar fue cuando ocurrió el feminicidio de ‘’Lupita’’, una niña de 12 años, ocurrió en octubre de 2024 en Tuxtla Gutiérrez y que causó gran indignación pública. Voy a realizar una analogía similar pues a Carlos Manzo lo matamos todos y todas porque todos y todas somos parte, en mayor o menor medida, de la cultura de la violencia que hemos normalizado y vuelto parte del paisaje.
Lo matamos desde la omisión, el silencio y el consumo. Cuando decimos o repetimos sin pensar frases como: ‘’La o lo mataron, por algo habrá sido’’, ‘’Así son las cosas aquí, mejor no te metas’’, ‘’El que no tranza, no avanza’’, “Es solo un error, todo el mundo comete errores” o “Usted no sabe cómo es mi hijo realmente, en el fondo es bueno.”, por mencionar algunas.
Lo matamos cuando hacemos chistes sobre feminicidios, violaciones, narcos, desapariciones, balaceras como si fueran parte de nuestra cotidianidad. Cuando convertimos la violencia en meme, cuando solamente estamos “Scrolleando’’ contenido violento y lo convertimos en entretenimiento. Cuando coreamos canciones que exaltan el poder del dinero o del crimen, cuando pagamos el boleto para ir a ver a un cantante que ha sido señalado de estar vinculado al crimen organizado.
A Carlos Manzo lo matamos también cada vez que compramos drogas sin preguntarnos cuántos murieron o desaparecieron paras que llegaran hasta nuestras manos. Cuando compartimos y consumimos imágenes de cuerpos desmembrados como si fueran recetas de cocina. Lo matamos cuando nos indignamos selectivamente, quienes nos molestamos porque unas madres bloquean una avenida para exigir justicia.
Lo matamos desde la doble moral que recorre este país: esa que condena la violencia con la boca, pero la alimenta con cada acto cotidiano. Que condena su muerte cuando hay otro tanto y tantas victimas del crimen organizado pero no nos indignamos de la misma forma. Y lo matamos quienes también seguimos atrapados en dos bloques que ya no dialogan: uno, el de quienes se quedaron anclados en la era política que gobernó de 1929 a 2018; y otro, el de quienes solo tienen memoria del 2018 al 2025.
A Carlos Manzo lo matamos todos y todas porque su asesinato es el más cruel reflejo de un país donde la violencia se volvió estructura. Porque su combate tan frontal al narcotráfico, valiente sí pero solitario, chocó con una maquinaria que no se desarma con armas, ni con discursos, ni con abrazos. Su muerte duele porque nos muestra crudamente que no basta con el coraje individual sino existe una política pública integral que no caduque en seis años, que atienda las raíces: la pobreza, la desigualdad, la impunidad, la falta de oportunidades para las juventudes, la crisis de identidades y de comunidad.
Esta cultura de la violencia no se combate con más violencia sino con un profundo cambio cultural. Porque mientras la vida siga valiendo menos que la apariencia, el dinero, el poder, la fama, todos y todas seguiremos siendo parte de esa pedagogía del delito.
Reconocerlo es el primer paso para detener esta espiral que nos ha consumido. De no hacerlo, seguiremos siendo solo cómplices de esa crisis cultural, política, emocional y hasta espiritual.
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