En las memorias del Holocausto está la travesía del trasatlántico St. Louis, que zarpó el 13 de mayo de 1939 del puerto de Hamburgo (Alemania) rumbo a Cuba, llevando a bordo a 937 judíos que intentaban escapar del terror nazi, pero fue un viaje de esperanza que se convirtió en tragedia, porque el barco tuvo que regresar a Europa después de que los gobiernos de Cuba, Estados Unidos y Canadá se negaron a recibirlos.
El 17 de junio, después de poco más de un mes en el mar, el buque atracó en Amberes, Béligica, y sus pasajeros encontraron refugio al menos de forma temporal en el Reino Unido, Francia, Bégica y los Países Bajos. Desgraciadamente, 254 de los pasajeros del St. Louis terminaron en países que posteriormente fueron ocupados por los nazis y fallecieron en el Holocausto, víctimas del genocidio nazi.
En noviembre de 2018, el primer ministro canadiense, Justin Trudeau, pidió perdón por el papel que desempeñó el gobierno de su país en el destino del barco y de sus pasajeros, “quienes pagaron el precio de nuestra falta de acción, a quienes condenamos al espantoso horror de los campos de exterminio”.
Algunos historiadores han destacado el antisemitismo que existía en aquellos años de la gran depresión, alimentado por la crisis económica, la inestabilidad política y la pobreza, pero la historia del St. Louis también muestra la corrupción, el burocratismo y la carencia de humanismo en las políticas de control migratorio.
El drama del St. Louis ha sido recogido en varias obras literarias. Destacan las novelas “La niña alemana” de Armando Lucas Correa (2016), “El viaje de los condenados” de Herz Bergner (1946) y “El viaje de los malditos” de Gordon Thomas y Max Morgan – Witts (1977), en que se basó la película del mismo nombre del director Stuart Rosenberg.
El escritor Leonardo Padura, en su libro “Herejes” (2013) señala que los pasajeros judíos desconocían que la venta de los permisos de viaje concedidos por la agencia cubana radicada en Berlín formaba parte de un negocio montado por el senador y excoronel del ejército Manuel Benítez que, gracias a la cercanía de su hijo con el poderoso general Fulgencio Batista, detentaba por ese entonces el cargo de director de Inmigración.
“A través de su agencia de viaje llegó a vender unos cuatro mil permisos de entrada en Cuba a 150 pesos cada uno, lo que le generó la fabulosa ganancia de 600 000 pesos de la época, una plata con la cual debió mojarse mucha gente, quizás hasta el mismo Batista (…) Movido por las presiones de algunos de sus ministros (el presidente Federico Laredo Bru) pretendió mostrar su fortaleza ante el poder de Batista pero (…) también se dispuso a obtener una tajada del pastel”.
Al llegar a la Habana, los pasajeros del St. Louis se enterarían que el “Decreto 55”, que regía la entrada en territorio cubano hasta el 5 de mayo de 1939 era núlo y había sido sustituido por el “Decreto 937”, rubricado por el presidente Laredo Bru, quien había publicado una orden invalidando todos los certificados de desembarco, por lo que para entrar a Cuba se requería de la autorización escrita de los Secretarios de Estado y Trabajo, así como el envío por correo de un depósito de garantía de 500 pesos (depósito que no era obligatorio si los turistas eran estadounidenses).
Los judíos también fueron rechazados en Estados Unidos que en aquellos tenía una regulación migratoria muy estricta (el Acta de Imigración de 1924) que fijaba límites al número de inmigrantes que podían ser admitidos anualmente. En 1939, el número para los inmigrantes alemanes era de 27 mil 370 y se había agotado cuando llegaron los pasajeros del St. Louis.
Tras la negativa de Washington, sucedió lo mismo con las autoridades de Canada. Así que el buque tuvo que regresar a Europa.RDM