RENÉ ALBERTO LÓPEZ
Nuestro Macondo se nos fue, no supimos cuándo ni cómo, pero ya no es nuestro. El “olor a pan de huevo, a queso y a requesón, tamalito de maíz nuevo, longaniza y chicharrón”. Esa figura grandiosa construida por el maestro Pepe del Rivero se ha perdido en el tiempo. Hoy es olor a retroceso, abandono y desempleo.
Nuestra ciudad, ¿qué pasó con nuestra ciudad? ¿Con nuestro malecón?, ¿con nuestros ríos? “La fresca del Grijalva”, decíamos, esa cuya fragancia de sus aguas está convertida en fetidez.
Hasta el intenso amarillo del guayacán y ese colorido entre lila y rosa del macuilí parecieran también estar intimidados. Apenas mostraron sus rostros la pasada primavera.
“¡Mi Villahermosa linda, llena de calor!”, así te cantaba la gente que te amó y veneró. Hoy estás llena de basura, calles cundidas de baches, salpicada de desorden de inmundicia. Hasta donde te ha llevado la mano del hombre, hasta donde te han arrinconado los pleitos políticos.
¿Por qué estás abandonada a tu suerte? Si eras nuestro Macondo, como el de Gabriel García Márquez. Nuestros paisajes también estaban pintados de barcos y ríos. De zona bananera. De mercados, gente alegre y trabajadora y campos con olor a tierra mojada.
Mi Villahermosa de antaño me hacer recordar al gran García Márquez, cuando retrata: “hay ciudades con barcos y ciudades sin barcos… La diferencia fundamental seguirá decidiéndola la ausencia o la presencia de los barcos…”
Mi Villahermosa de hoy ya no tiene barcos, hasta eso perdimos. Se fueron de la mano del fracaso de los gobiernos. Pero tuvimos un puerto fluvial y las embarcaciones navegaron nuestros ríos y eran parte del entorno en las riberas de Tabasco. Sus imponentes presencias llevaron a construir puentes levadizos, que hoy son parte del anecdotario.
Aquella ciudad de los barcos en el malecón con gente bajando y subiendo víveres, comerciando productos de nuestras tierras se nos fue. En un tiempo generamos celos en el sureste: nos envidiaban Chiapas, Campeche, Yucatán, Quintana Roo. Nos inundaba el progreso.
Hace algunos años, sin razón, a Villahermosa se le decía, a manera de broma, “la ciudad de las dos mentiras: “ni es villa, ni es hermosa”.
Pero en realidad en el siglo pasado, en la década de los 50, 60 y quizá hasta los 70, nuestra capital era esplendorosa. Sus calles no tenían los baches de ahora. Las colonias estaban iluminadas. Los lugareños acudían a la Plaza de Armas a entretenerse, escuchar música, a deleitarse con las piezas de la Banda del Estado o bien con la marimba.
En aquellos tiempos las familias convivían, en verdad, interactuaban cara a cara, a las puertas de sus casas, platicando amenamente, ya fuera con un pote o jícara de pozol, si la reunión era en el día o una taza de café o chocolate, si el encuentro era por las noches.
En vez de celular, entonces mujeres y hombres tenían en mano un abanico o cualquier trapo para soplarse, ante el intenso calor, común en esta zona del sureste.
Había, como hoy, cambio de políticos, de alcaldes, pero la ciudad mantenía su entorno, su esplendor, su alegría, su remanso. Sobraban los empleos, seguridad en las calles y todo era tranquilidad y paz,
Un lugareño de viejo cuño platicó a este franjero la forma de gobernar de antes: Cuenta que el presidente municipal de Centro Mario Brown Peralta (1962-1964) acostumbraba a decirle a sus amigos y conocidos: “sí ven alguna luminaria de la ciudad fundida, avísenme”. Y, le avisaban y enseguida iban del ayuntamiento a repararla o cambiarla, y se hacia la luz.
Pero aquella Villahermosa del auge en el campo, de la gente paseando en Plaza de Armas, de las pláticas tranquilas en las banquetas, en sillas y mecedoras, del paseo en el autobús urbano sin techo, conocido como: La Jardinera. Del malecón y sus banquitas, del café Casino con los chismes del momento, se nos esfumó. Entró en sueño.
Llegó la “modernidad”, se amplió la participación política y con ello llegaron los pleitos entre tabasqueños. Arribó la ambición del dinero, la mediocridad y todo se derrumbó.
Hoy, Villahermosa, discúlpame si te ofendo. Ya te han dicho mentirosa, pero al paso de los años te han vuelto Villahorrible, cundida de baches, de lámparas fundidas, de caos vial, de semáforos inservibles en sus calles que sólo están de adornos. De una Ciudad Deportiva que parece un muladar.
Se han ensañado contigo y hoy tenemos un Parque de los Pajaritos, sin pájaros; un Parque de los Guacamayos, sin Guacamayos; un parque del Yumká, sin animales. Y una ciudad sin empleos y atrapada por la delincuencia, en la que todos caminan con miedo.
Mi admirado García Márquez, quiero culminar esta entrega citando a aquellas ciudades apacibles de tus libros: “Cada vez que suena la sirena de un barco a medianoche, los durmientes de la ciudad con puerto sienten que el sueño se les vuelve más propio, más amigo y doméstico y tienen la certeza de que nada es imposible, ni desconocido más allá de sus almohadas”.
Acá, en mi tierra, mi querido Gabo, cada vez que suena la sirena de una ambulancia o de una patrulla policiaca, los durmientes de esta ciudad, no duermen, o lo hacen con sobresaltos, sienten que el sueño puede convertirse en una real pesadilla, pensando si esta vez la víctima de la delincuencia es un familiar o un amigo.
No duermen pensando en el desacierto del día siguiente con la incertidumbre de si podrán llevar el pan a la mesa de su familia.
El retroceso cayó en mazo a la ciudad que un día fue ejemplo para el sureste mexicano.
Ahí se las dejo.