"Aunque no acostumbro hacerlo, hoy contaré una anécdota de mi familia".
El Duque de Santo Ton/Ultimátum
Aunque no acostumbro hacerlo, hoy contaré una anécdota de mi familia, de esas que se guardan en el cajón de los secretos, aunque después de varios años sigan siendo la comidilla del pueblo como en su tiempo lo fueron.
De ese cajón que contiene anécdotas y personajes de los que no se habla en la sobremesa; de esos, cuya simple mención es un acto de mal gusto, sacaré a la luz a una de mis tías más o menos lejanas, una mujer que en sus tiempos de soltera fue la reina de elegantes bailes de sociedad e integraba el grupo de jovencitas que solían vestirse de “chiapanecas” cuando visitaba Tuxtla Gutiérrez alguna autoridad federal o alguien que estaba a punto de serlo.
Delicada y bella como una orquídea, mi tía se casó a principios de la década de los años 1970 con un joven perteneciente a una buena familia de empresarios vinculados con la política, cuya fortuna auguraba a la pareja un matrimonio ideal, tal como lo soñaban en aquella época las muchachas que aspiraban a la felicidad.
Después de dos años mi tía y su esposo trajeron al mundo a su única hija, una niña regordeta y malcriada que era la adoración de su mamá, pero que jamás logró tener el cariño de su papá, el que, sin embargo, la rodeaba de lujos y cumplía todos sus caprichos.
De acuerdo al estilo de aquella época, la familia se instaló en una lujosa casa de más de mil metros cuadrados, con alberca, jardines y todas las comodidades posibles. El esposo de mi tía esperaba con ansias la llegada de un heredero varón que, por desgracia, nunca llegó.
Lo que sí le llegó a mi tía durante sus partidas de barajas con las damas más refinadas de la sociedad, fue la noticia de que su marido se había involucrado con una linda adolescente de la clase media baja, casi de la edad de su hija, con la que pretendía procrear a su sucesor.
Reclamar al adúltero fue lo peor que pudo haber hecho mi tía, su marido no solamente le confirmó las habladurías, sino que le pidió el divorcio, con lo que hizo añicos todos sus sueños y aspiraciones de juventud y la colocó en ese limbo de muerte social en el que la sociedad suele condenar a las divorciadas, especialmente en aquellos tiempos.
En un fallido intento por conservar a su esposo, mi tía se sometió a agresivos tratamientos para adelgazar y embellecerse, pero todo fue inútil. En cuanto el divorcio se hizo oficial y el marido se fue de la casa, ella perdió el interés por vivir.
Al principio dejo de arreglarse, descuidaba su aspecto y no paraba de comer, pero después, a medida que iba engordando tampoco quiso volver a salir. Al principio se encerraba en su casa, después en su recámara. Al final, no tenía ánimos ni para levantarse y ganaba kilos y kilos conforme pasaba el tiempo.
Vanos fueron los intentos que hizo su hija para que su madre reviviera. Mi tía no aceptó la ayuda de psicólogos ni psiquiatras, rechazó el apoyo de sus hermanas, de sus primas y de sus amigas, ya que no deseaba otra cosa más que morir como su matrimonio, lo cual consiguió una aciaga mañana de abril.
La hija fue quien se encargó de llamar a la agencia funeraria, la mejor de la ciudad, y pronto llegó un equipo de especialistas para llevarse el cadáver. Invitaron a la hija de mi tía a dejarlos solos para realizar su labor y ella aceptó, pero una vez fuera sus tías la conminaron a regresar para vigilar que aquella bola de empleados no fuera a robarse la costosa colección de joyas de la difunta. Ella obedeció, solo para contemplar como fracturaban la columna al cuerpo de su madre ya que, por su volumen, no cabía en la camilla.
