“Chiapanacos”. Así, con desprecio, llamaba a los nacidos en Chiapas, la tierra que le dio carrera. Arrastra un complejo que le rebasa el cuerpo.
REALIDAD A SORBOS/Eric Ordóñez
Hay quienes se retiran con honores y quienes se eternizan con favores. Hay quienes siembran conocimiento y quienes solo cosechan convenios. Existe un personaje que, sin impartir una sola clase desde hace años, sigue cobrando como si lo hiciera. Oficialmente tiene una plaza de tiempo completo. Pero en los pasillos de La Máxima, su nombre no se relaciona con cátedras, sino con ausencias y privilegios.
No aparece en listas de clase, pero sí en nóminas. No deja legado académico, pero sí cicatrices. En realidad, hace mucho que dejó de ser maestro. Lo suyo es la permanencia sin presencia. El amparo sindical le protege. Los favores políticos lo sostienen. Y su pasado mediático le sirve de escudo, aunque su voz ya no retumbe ni en redacciones ni en rectorías.
EL DISCURSO QUE SE TRAGÓ
Juró nunca venderse. Se proclamó hijo de la cultura del esfuerzo. Se decía pobre, de barrio, de los que se abren paso a codazos. Pero también era gandalla, rasquita, sobrado. Decía cosas horrendas del poder en turno. Apuntaba con el dedo, señalaba excesos. A uno de los gobernadores lo describía por sus adicciones. Decía que nunca, jamás, tocaría un solo peso de su gobierno. Hasta que un día bajó de un helicóptero riendo con él. Lo acompañaba un político que hoy presume cargo diplomático.
Ese día, muchos comprendieron que no era incorruptible, solo estaba esperando que le alcanzaran el precio. Y se lo alcanzaron. Y se lo pagaron. Se tragó su discurso, y con él, su credibilidad.
EL LUGAR QUE SE LE CONCEDIÓ
Hay espacios que se ganan por mérito y otros que se entregan por escándalo. Este personaje facturaba, cobraba, repartía. Un día protestó: de los 200 mil pesos que salían a su nombre, apenas 50 mil le llegaban. Reclamó. Y como solución, no le devolvieron el resto: le entregaron un sitio. No formalmente, no en papel. Pero lo tiene. Y lo presume. Y lo habita.
No tiene título de propiedad, pero ahí está. Sin dictamen, sin permiso, sin más respaldo que los gritos que supo dar en el momento correcto. Es su premio de consolación. Su trinchera actual. Su nuevo púlpito de autoridad inventada.
DE PROFETA A MATÓN
Durante años se creyó guía. Y por un tiempo, algunos lo vieron así. Pero luego llegaron los golpes. Literalmente. Se agarró a trompadas con estudiantes. Con padres de familia. Amenazó a mujeres. Agredió verbal y físicamente a hombres. Humilló a estudiantes homosexuales. Su violencia era transversal: no distinguía género, edad ni condición. Solo sabía imponerse por el grito, la fuerza y el miedo.
La Máxima lo toleró. El sindicato lo blindó. Los rectores, uno tras otro, prefirieron no tocarlo. Decían que era incómodo, pero necesario. Que había que tenerlo de su lado. Como si la violencia fuera negociable. Como si la dignidad estudiantil se pudiera canjear por paz laboral.
CHIAPANACOS, DECÍA
A quienes nacieron en este sur profundo los llamaba “chiapanacos”. Así, con desprecio. Con ese tono asqueado que solo puede venir de quien se cree por encima. “Chiapanacada”, decía. “Indiada”. “Raza inferior”. “Plebeyada”. Se burlaba de los acentos, de los apellidos, de la piel. Era originario del centro del país y nunca lo dejó de repetir. Para él, lo único que valía venía de allá. Aquí todo era, según él, una cagada.
Y sin embargo, aquí hizo carrera. Aquí lo trajeron. Aquí lo recibieron. Aquí lo encumbraron. Chiapas le dio más de lo que jamás habría conseguido en otro lado. Pero él nunca dejó de escupirle.
EL INVESTIGADOR SIN OBRA
Alguna vez se le atribuyó una gran investigación. Pero fue solo eso: una atribución. Su nombre apareció en la nota, pero no en las fuentes. No hizo entrevistas, no redactó, no estructuró. Fue prestanombres de ideas ajenas. Como también lo ha sido de inmuebles. En la colonia Los Sabinos de Tuxtla Gutiérrez, su nombre apareció como comprador de dos lotes de terreno. El convenio de compraventa lo deja claro: cerca de un millón de pesos por ambos y sin un solo plazo a pagar. Ningún abono, ningún crédito, ninguna hipoteca. Todo en una sola exhibición. La transacción se hizo con un político de múltiples colores y conflictos familiares igual de diversos. Milagros del periodismo, dirán algunos. Favores con factura, entenderán otros. En realidad, nunca escribió nada que cambiara el debate. Nunca dictó cátedra. Nunca formó a nadie. Solo ocupó espacios. En la prensa, en la academia, en la política. Todo como pasajero colado, nunca como arquitecto.
DELIRIO DE RELEVANCIA
Hoy ya no pesa. Pero aún estorba. Cree que su nombre todavía impone. Que los gobernantes aún tiemblan. Que los estudiantes todavía lo mencionan. Pero lo cierto es que ya nadie lo consulta, nadie lo busca y mucho menos le teme. Lo que queda de él es un eco rancio, un rumor que huele a pasado, un expediente que nadie quiere firmar, pero todos desean cerrar.
Arrastra un complejo que le rebasa el cuerpo. Mide menos de lo que presume y odia más de lo que entiende. Quiere ser admirado, respetado, imprescindible. Quiere que lo sigan como a los grandes. Pero su tiempo ya pasó. Solo él no se ha dado cuenta. Y en su afán por parecer más alto, se ha ido hundiendo solo.
ADIVINA QUIÉN ES Y QUÉ LUGAR OCUPA
No hace falta nombrarlo. Todos saben de quién se habla. Basta con recordar al personaje que hablaba de ética mientras negociaba privilegios. Que insultaba al sur mientras vivía de él. Que cobraba como maestro sin dar clase alguna. Que transformó su presencia en una amenaza. Que ocupó un espacio que no le corresponde y lo presume como si fuera suyo.
La historia es clara. Está en los silencios de La Máxima. En los expedientes sin movimiento. En las aulas vacías. En los golpes que nadie castigó. En los contratos que no se explican. En las propiedades que no se justifican.
EPÍLOGO: SIN SU PERMISO, PERO CON MIS PASOS
Cierta vez, siendo estudiantes, una compañera se atrevió a cuestionarlo. Él reaccionó como era habitual: con insultos. En medio del arrebato, me miró de reojo y soltó una frase que, más que herir, reveló su pequeñez: “Tú no vas a ser nadie. Vas a quedarte como un pendejo más. Frustrado, como tantos.” Tenía la costumbre de decir que el mayor orgullo de un estudiante era tutearlo. Yo nunca lo hice. No por respeto, sino porque jamás lo sentí cercano.
Con el tiempo entendí que no era el único que pensaba así. Son muchas las generaciones que lo recuerdan no por lo que enseñó, sino por lo que dañó. Maestros, alumnas, alumnos, estudiantes diversos… todos con la misma experiencia: violencia, no enseñanza. Y aunque a mí no me tuvo fe, ni esperanza, aprendí a escribir. Me formé. Crecí. No gracias a él, sino a pesar de él. Porque hay quienes enseñan con el ejemplo… y otros, con su ausencia.
Adivina quién es.
Adivina qué lugar ocupa.
Y ahora adivina: ¿por qué sigue ahí?
Cordial saludo.

De verdad no sé quién es, pero de seguro ha de ser igual que los otros cien mil advenedizos mostrencos que ha adoptado Chiapas y que por supuesto los ha hecho multimillonarios.
En conclusión ha de ser un pobre soberbio que se creció bajo la tutela del algunos más soberbios y tarugos.
Lo único bueno es que no es un personaje ni interesante ni cumcluyente mucho menos importante.
Yo soy de los fundadores de a Escuela Superior de Comercio que posteriormente se convirtió en UNaCh