(SEGUNDA PARTE DE TRES ) A casi 13 lustros de La espiga amotinada, Jaime Labastida sigue tensando el lenguaje y la conciencia colectiva. Poeta, filósofo y crítico inflexible del poder, su obra defiende la palabra como resistencia frente a la inercia social y política.
CULTURA/José Natarén
Han transcurrido casi 13 lustros desde la publicación -merced a los buenos oficios del mentor del grupo, el poeta y traductor catalán Agustí Bartra- del primer volumen de La espiga amotinada, el número 62 de la Colección Letras Mexicanas del Fondo de Cultura Económica (se terminó de imprimir el 29 de octubre de 1960, según el colofón). Entonces el gran público atestiguó la emergencia del grupo -en apariencia más próximo a los Estridentistas que a los Contemporáneos- y significó una inflexión en la historia de la literatura del país. Si bien se distinguió el fuerte sentido social de los cinco poetas, no es trivial señalar que el principal de los compromisos del grupo estribó en defender la responsabilidad del poeta con el lenguaje, sin soslayar el dolor padecido por los atropellos del Estado contra la sociedad y contra el individuo, por los crímenes disimulados con discursos oficiales, ya sea en favor del progreso capitalista -sí, neoliberal…- o con las arengas y panfletos propios de los socialismos totalitarios y de la ideología asumida como heredera del sueño de Bolívar, desviaciones del marxismo, doctrina monumental que pocos en México comprendieron tan bien como Adolfo Sánchez, Vázquez, Eli de Gortari, Bolívar Echeverría, así como nuestros escritores José Revueltas y Jaime Labastida. Este sentido de compromiso con el sufrimiento de la sociedad, pero aún más, con la Palabra, con la poesía, hoy es manifiesto y declarado por Labastida -voz que disiente con lo que no convenga al bien común, voz que no transige con simulación alguna- y por Oliva, infatigable explorador de las regiones al norte del futuro, los elementos de la realidad que aún permanecen sin nombrar, sin existencia poética.
Pero ¿qué han hecho Labastida y Oliva en una historia conjunta desde antes de 1959?
Tensar el lenguaje hasta el límite de la transparencia que nos permita comprehender nuestra condición de seres en el mundo, situados -sitiados-entre el devenir histórico -imperio de lo mutable y lo fugaz-, y lo perdurable: el arte y el conocimiento construido por los saberes, poético, filosófico y científico, histórico, musical, vital. En La espiga amotinada se incluye el poemario “El descenso”. En el prólogo, signado en la Ciudad de México, en otoño de 1959, Jaime Mario Labastida Ochoa, joven poeta (apenas 20 años) de notable ecuanimidad y admirable inteligencia -cualidades del intelectual consagrado a los 86 años- apuntaba que el arte “justo es decirlo, nunca ha derrocado tiranías. Sólo se trata de la posición que asumamos como hombres. Las posiciones puristas me parecen inhumanas y cobardes; en cambio, las posiciones comprometidas, olvidan a veces el requisito fundamental de todo arte: que lo sea”. Como puristas, entiende Labastida, a los que permanecen “indiferentes al desgarramiento de un pueblo o al parto de la bestialidad actual”. En el primer poema del primer libro del autor sinaloense de voz universal, se observa el asombro de origen y la contundencia de aquel que ha recuperado desde el abismo del corazón, las imágenes primeras que nuestra conciencia reconoce como memoria colectiva y a la vez como verdad personalísima, con el ímpetu que las arranca del fondo no sólo del lago, sino del océano mismo del ser, hasta desgarrar el silencio con la palabra de agua amarga, primordial, cuya carga filosófica da cuenta de la eficacia del lenguaje del poeta que inaugura su admirable trayecto editorial con los versos:
“No hay nada que no pueda referirse.
Estoy aquí, golpeado como un timbal en una dura sinfonía,
señor de la desgracia que el aire danza
y que viene a contar la parábola del muerto”.
Cabe repetir lo que su discípulo directo, el poeta Eduardo Casar, afirma en el núm. 145 del Material de Lectura de la UNAM: “La poesía de Labastida es una poesía singularmente compleja: une a una evidente densidad intelectual un desusado sentido del ritmo y de la imagen. Sonora y significativa, esta poesía aparece entretejida por un intenso acento lírico: es muy informada, muy culta, y, al propio tiempo, de una gran emotividad”.
En cuanto a la posición del intelectual -y de todo ser social-, la visión de Labastida, décadas después, se reafirma con lucidez -a la par de erudición- y con honestidad -lo propio del autor, de carácter firme y directo, al modo norteño-, como es patente en el Discurso de Ingreso a la Academia Mexicana de la Lengua, para ocupar la misma silla que el padre Méndez Plancarte y Antonio Gómez Robledo. En el discurso pronunciado en la ceremonia del 2 de abril de 1998, el poeta advierte: “La independencia de criterio no se levanta sólo ante el poder del Estado, sino ante todo poder, el de la masa incluido. Hoy ese poder asume otra forma: la sociedad civil, el cuerpo ciudadano, los medios de comunicación. (…) Nunca el filósofo podrá ser hombre de gobierno. El político es, como el estratega militar, alguien que toma decisiones súbitas, que llevan a las naciones y a los hombres a la muerte (o a la vida). El filósofo, en cambio, duda. (…); el político es a su vez hombre que piensa. Pero está sometido al imperio de lo inmediato. (…) Quisiera que en México se impusiera, por encima de todo, la razón, digo, el diálogo incluyente, diálogo tolerante entre diferentes. He ahí la función última del Estado: conducir a los hombres a la muerte y evitar la locura. Por esta causa urge llamar a la razón, como si todos fuéramos filósofos o poetas que trabajan con la vida puesta en la eternidad”. Nada más oportuno, pertinente, necesario y, de hecho, urgente, a más de un cuarto de siglo, que lo anterior.

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