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CULTURA

2 de julio de 2025
in CULTURA, Opiniones
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A cien años de Rosario Castellanos
BALÚN CANÁN II
La narrativa indigenista y el contexto histórico

Marco Antonio Orozco Zuarth/Ultimátum

En la compleja ur­dimbre que es la li­teratura mexicana del siglo XX, pocas voces emergen con la fuer­za ética, estética y crítica de Rosario Castellanos. Su obra —y en particular Balún Ca­nán— no sólo representa un punto de quiebre dentro de la narrativa indigenista, sino que reconfigura sus alcances al incorporar una visión fe­minista y filosófica profunda­mente anclada en la historia social de México. La filoso­fa-literata no escribe sobre los indígenas como quien los observa desde una torre de marfil, sino desde la tensión íntima y política de quien, nacida en el privilegio de la finca chiapaneca, es capaz de nombrar la herida porque la ha habitado, porque la ha en­carnado.

La narrativa indigenista, como movimiento literario, encontró en Rosario Caste­llanos una inflexión decisiva. Frente a las visiones pater­nalistas o románticas que la precedieron —aquellas que buscaban “dar voz al indio” sin cuestionar los mecanis­mos desde los cuales se es­tructuraba esa supuesta do­nación del habla—, Caste­llanos propone una ruptura: ella no se limita a denunciar la injusticia, sino que exami­na sus raíces simbólicas, sus ramificaciones afectivas y sus estructuras de poder. En Ba­lún Canán, esa ruptura se da desde un plano narrativo y ético: la voz infantil, femeni­na, mestiza, que recuerda la infancia como un campo de tensiones raciales, de silen­cios impuestos, de injusticias aprendidas.

La obra se inscribe dentro de una genealogía literaria que va desde Aves sin nido de Clorinda Matto de Turner hasta El diosero de Francisco Rojas González y Benzulul de Eraclio Zepeda. Sin embargo, en Rosario Castellanos hay una distancia crítica que la distingue: no pretende redi­mir al indígena ni idealizarlo, sino mostrarlo en su huma­nidad compleja, en su mar­ginalidad sistemática, en su dignidad negada. El indige­nismo de la comiteca, si bien heredero del cardenismo y del impulso revolucionario por integrar al indígena al proyecto nacional, se distan­cia al evidenciar que dicha integración no significó otra cosa que asimilación forza­da, castellanización violenta y exclusión cultural.

Desde la finca de Chacta­jal —trasunto ficcional de la finca familiar de Rosario en Comitán— se despliega un universo donde el mestiza­je no es sinónimo de fusión armónica, sino escenario de fricciones, jerarquías y re­sistencias. En este espacio, la figura de César Argüello encarna al terrateniente que interpreta la ley a convenien­cia, que cumple las reformas educativas como un acto de simulación. El momento en que contrata a un maestro para “educar” a los hijos de los peones, no por conven­cimiento sino por necesidad legal, nos confronta con el cinismo de una clase que ve la instrucción como una he­rramienta para perpetuar su poder, no para liberar.

Este gesto simbólico re­suena en la historia real del México cardenista. El contex­to histórico de Balún Canán —1934 a 1940— no es inci­dental, sino central. Durante el gobierno de Lázaro Cár­denas, se gestó una política ambivalente: por un lado, la reforma agraria y la creación del Departamento de Asun­tos Indígenas (DAI) busca­ban integrar a los pueblos originarios a la vida nacional; por otro, esa integración su­ponía una erosión de sus for­mas propias de organización, lengua y cosmovisión. En la novela, esta contradicción se manifiesta en el campo de la infancia: la narradora-niña se mueve entre dos mundos —el ladino y el indígena— sin pertenecer por completo a ninguno. Esa hibridez no es celebrada como riqueza, sino experimentada como escisión.

Rosario Castellanos no sólo denuncia la explotación del indígena por parte de los terratenientes —como lo hi­cieron autores como B. Tra­ven o Mediz Bolio—, sino que introduce un matiz esencial: el de género. En Balún Ca­nán, el poder no sólo se dis­tribuye por clase o por etnia, sino también por sexo. Las mujeres —indígenas o mesti­zas— están sujetas a un orden patriarcal que las reduce al si­lencio, a la obediencia, a la re­producción del sistema. Así, el indigenismo de Rosario no es unívoco: es un discurso polifónico donde raza, clase y género se entrelazan para mostrar que la opresión es un dispositivo complejo, articu­lado en múltiples niveles.

La elección de una na­rradora infantil no es un re­curso ingenuo ni meramente estilístico: es una estrategia epistemológica. La niña narra desde la periferia del poder, desde la confusión de quien empieza a percibir que el mundo no es justo, desde la grieta que se abre entre lo que se le dice que es y lo que empieza a ver que es. En esa fractura se instala la crítica de Castellanos. La voz de la niña no es sólo un vehículo para contar una historia, si­no el lugar donde la palabra empieza a fisurar el discurso dominante. Es ahí donde se revela la eficacia literaria y política de la novela.

El contexto histórico de Chiapas, marcado por la re­sistencia de los mapachistas, la represión a los pueblos in­dígenas, el anticlericalismo extremo y las pugnas políticas entre facciones locales, con­figura un escenario propicio para la fractura del viejo or­den hacendario. La llegada del cardenismo a Chiapas —con sus promesas de refor­ma agraria, castellanización y “mejoramiento de la raza in­dígena”— introduce una nue­va lógica de poder. Pero, como lo muestra Rosario, esta ló­gica también está atravesada por la instrumentalización del indígena como símbolo de legitimidad, no como sujeto con agencia.

A pesar de los avances del reparto agrario —abolición del trabajo no remunera­do, eliminación de castigos físicos, desaparición de las tiendas de raya—, la margi­nación de los pueblos indí­genas persistió. Las políticas del Estado, aunque revesti­das de un discurso progre­sista, no lograron desmontar las estructuras profundas de desigualdad. Balún Canán es una novela que no cae en el elogio fácil de la reforma, sino que revela sus limitacio­nes, sus contradicciones, sus fracasos. En ese sentido, su crítica no es coyuntural, sino estructural.

No es casual que años más tarde, trabajara en el Institu­to Nacional Indigenista y en el Centro Coordinador Tzel­tal-Tzotzil. Su labor educati­va, su teatro guiñol constitu­cionalista, su libro bilingüe Mi libro de lectura, son parte de una ética de la acción que complementa la ética de la escritura. No se conforma con señalar el problema: in­tenta —desde sus posibilida­des— abrir espacios para el diálogo, para la comprensión intercultural, para la traduc­ción no sólo lingüística, sino simbólica.

Y sin embargo, la distan­cia entre las intenciones del Estado y las realidades del campo indígena fue —y sigue siendo— abismal. Rosario lo sabía. Por eso escribió. Por eso, aún hoy, su obra sigue re­sonando en un país que no ha terminado de asumir su deu­da histórica con los pueblos originarios. Balún Canán no es una novela del pasado: es una advertencia para el pre­sente.

En su capacidad de entre­lazar la historia personal con la historia nacional, lo íntimo con lo colectivo, lo político con lo poético, Rosario Cas­tellanos logra articular una de las obras más significativas del indigenismo mexicano. Su voz —crítica, lúcida, incó­moda— se alza desde el sur para recordarnos que la pa­labra también es territorio. Y que, en ese territorio, todavía, hay cuentas por saldar.

orozco_zuarth@hotmail.com

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