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Home Opiniones

La envidia se volvió método. Y el resentimiento, estrategia. 

19 de julio de 2025
in Opiniones
No se odia al que finge. Se odia al que puede. Al que se atreve. Al que lo hace bien.

No se odia al que finge. Se odia al que puede. Al que se atreve. Al que lo hace bien.

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No se odia al que finge. Se odia al que puede. Al que se atreve. Al que lo hace bien.

REALIDAD A SORBOS/Eric Ordóñez

Decía Maquiavelo que “los hombres ofenden antes al que aman que al que temen”. Y es que el afecto no basta cuando el otro brilla demasiado. El brillo ajeno, cuando uno está hecho de sombras, encandila. Quema. Irrita. Asfixia.

Vivimos en un lugar —en un tiempo— donde el éxito incomoda más que el fracaso. Donde triunfar sin padrinos, sin trucos, sin deudas de gratitud, se vuelve un acto imperdonable. Y si ese triunfo tiene pestañas postizas, tacones altos, voz fuerte, ideas claras o historia de lucha, peor tantito.

Así nos pasa en Chiapas. Uno pone una tienda y al día siguiente aparece otra idéntica enfrente, como si la envidia fuera también un modelo de negocio. En vez de inventar, imitamos. En vez de reconocer, competimos. En vez de aprender, saboteamos. La lógica no es superarte, es destruirte. No es ganar, es que el otro pierda.

La envidia se volvió método. Y el resentimiento, estrategia. Y es que en esta tierra de volcanes dormidos y pasiones calientes, donde los caminos siempre han sido cuesta arriba, pocos soportan que alguien más llegue antes, y menos si llega solo.

Y no, no es una historia nueva. Es la misma que contaba Maquiavelo cuando advertía que “el que asciende al poder con ayuda ajena, necesita de una gran fortuna y una gran destreza para conservarlo”. Porque el problema no es llegar. Es quedarse. Y hacerlo sin lamer botas, sin arrodillarse, sin venderse, eso es lo que molesta. Eso es lo que no perdonan.

Lo vemos en todos lados. En la política, en los colectivos, en los barrios, en las universidades, en los grupos de WhatsApp donde la crítica disfrazada de preocupación lleva veneno entre líneas. Lo vemos en los que no hacen, pero todo cuestionan. En los que no crean, pero todo opinan. En los que no brillan, pero buscan apagarte.

Como en aquella escena de Barbie —sí, la película rosa que irritó tanto a los que no la entendieron— cuando la protagonista descubre que el mundo real no quiere muñecas perfectas, sino mujeres perfectas que no lo parezcan, porque así nadie se siente amenazado. Y aun así, las terminan odiando.

Lo mismo pasa aquí. No se odia al que finge. Se odia al que puede. Al que se atreve. Al que lo hace bien.

Y eso también explica por qué tantas causas se vuelven trincheras. Feministas, personas de la diversidad sexual, líderes comunitarios, periodistas, artistas: todos han vivido ese momento en que no duele el golpe del sistema, sino el zarpazo de quien estaba a tu lado. El que se parecía a ti. El que se suponía era de los tuyos.

Porque si algo enseña el poder, aunque sea chiquito, aunque sea el de una página de Facebook o un micrófono en una fiesta, es que el ego no respeta lealtades. Y la envidia, esa sí que no perdona.

No estamos hechos para soportar el brillo de otros. Nos enseñaron a competir, no a convivir. A copiar, no a crear. A destruir, no a colaborar. Por eso cada que alguien levanta algo propio —un negocio, un discurso, un espacio, una comunidad—, no tardan en aparecer los que murmuran: “A ver cuánto le dura”.

Y mientras tanto, esa persona sigue. A veces cansada, a veces lastimada, pero sigue. Porque entendió que el verdadero enemigo no es quien compite contigo, sino quien se disfraza de aliado para que no lo veas venir.

Quizá, como escribió Maquiavelo, “hay que esperarlo todo del tiempo”. Él sabrá qué hacer con tanto impostor.

Cordial saludo.

No se odia al que finge. Se odia al que puede. Al que se atreve. Al que lo hace bien.

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