"Dios es amor, y Jesús, perdón", afirma. Para él, la vida es un continuo, y la verdadera esencia: la consciencia que permanece.
José Antonio Molina Farro/Ultimátum
El único modo que aún le queda a la filosofía de responsabilizarse a la vista de la desesperación es intentar ver las cosas tal como aparecen desde la perspectiva de la redención. El conocimiento no tiene otra luz iluminadora del mundo que la que arroja la idea de la redención: todo lo demás se agota en reconstrucciones y se reduce a mera técnica. Es preciso fijar perspectivas en las que el mundo, en las que el mundo aparece trastrocado, enajenado, mostrando sus grietas y desgarros, menesteroso y deforme en el grado en el que aparece bajo la luz mesiánica.
THEODOR ADORNO
Schelling escribió: “Dios es una vida, no sólo un ser, pero toda vida tiene un destino y está sujeta al sufrimiento y el devenir…Sin la idea de un Dios que sufre como un ser humano…la Historia entera resulta incomprensible. ¿Porqué? Porque el dolor de Dios entraña que forma parte de la historia, que la historia lo afecta, que no es solo un Amo trascendente que maneja los hilos desde arriba. El dolor de Dios entraña que la historia humana no es sólo un teatro de sombras, sino el espacio de la lucha real, una lucha en la que participa lo Absoluto y se decide su destino”. Dietrich Bohoeffer dice, “solo un Dios sufriente puede ayudarnos”.
En ausencia de criterios éticos externos a tu creencia en Dios y a tu amor por Él, siempre hay el peligro de que utilices tu amor a Dios como una legitimación para cometer los actos más horrendos. En El dolor de Dios, Inversiones del Apocalipsis, el brillante teórico marxista Slavoj Žižek y el teórico radical Boris Gunjevic nos ofrecen una obra de fe no en Dios, sino en la inteligencia humana. Žižek con su talento nos plantea la desconcertante posibilidad de la existencia de un Dios todopoderoso que sufre y reza, Gunjevic recoge el guante lanzado por Žižek y llama a la creación de una teología capaz de acabar con la astuta esclavización del deseo impuesta por el capitalismo.
Vemos pues a un Dios sufriente, un Dios que agoniza como Jesucristo en la cruz, que asume la carga del sufrimiento, en solidaridad con la miseria humana. Dios se ha autolimitado, ha constreñido voluntariamente su poder para dar vía libre a la libertad humana, de tal manera que los responsables del mal en el mundo somos nosotros y hay que pagar por el don divino de la libertad. Para el catolicismo, el Creador no está directamente presente en el mundo, hay que discernir sus huellas en detalles que escapan a una mirada superficial. Por su parte, el protestantismo afirma la ausencia radical de Dios del universo, de este mundo gris que se mueve como un mecanismo ciego y en el que la presencia de Dios sólo resulta discernible en las intervenciones directas de la gracia, que perturban el curso habitual de las cosas. Hay que subrayar la insistencia protestante en que los verdaderos templos y altares a Dios hay que construirlos en el corazón del individuo, no en la realidad externa. Y algo que para mí resulta muy novedoso. Lutero propuso directamente una definición excremental del hombre: “el hombre es como una mierda divina”. Por supuesto, cabe plantearse la pregunta de si Lutero no elaboró su nueva teología porque estaba atrapado en un ciclo superyoico violento y extenuante: cuanto más actuaba, se arrepentía, se castigaba, se torturaba, hacía buenas acciones, etc. más culpable se sentía. Eso le convenció de que las buenas acciones son acciones calculadas, viles, egoístas: lejos de agradar a Dios, provocan su ira y llegan a condenarse. La salvación procede de la fe: sólo nuestra fe, la fe en Jesucristo como salvador, nos permite salir del atolladero superyoico.
Sin embargo, su definición anal del hombre no es simplemente el resultado de la presión superyoica que lo llevó a humillarse. Estamos ante algo más complejo, porque sólo dentro de esta lógica protestante de la identidad excrementicia del hombre se puede formular el verdadero significado de la encarnación. El protestantismo concibe a Jesucristo como a un Dios que, mediante la encarnación, se identificó libremente con la realidad excrementicia que es el hombre. Sólo a ese nivel puede aprehenderse la idea propiamente cristiana del amor divino, entendiéndolo como amor por esa miserable entidad excrementicia llamada hombre. Otra forma de decirlo, Jesucristo no representa el contenido sustancial, Dios, sino que es directamente Dios; por eso mismo, no tiene que parecerse a Dios, esforzarse por ser perfecto y como Dios. El Dios cristiano se presenta como ser humano ante sí mismo.
Esto es lo crucial: la encarnación no es para Hegel un movimiento por el que Dios se hace accesible o visible a los seres humanos, sino un movimiento por el que Dios se mira desde la (distorsionada) perspectiva humana. Uno se ve desde una perspectiva divina y, en cierto modo, comprende la idea mística de que “el ojo con el que veo a Dios es el ojo con el que Dios se ve a sí mismo”. En la encarnación acontece algo similar a esta experiencia, sólo que aplicada a Dios mismo. Dios tiene que humillarse, descender al nivel de su creación, objetivarse, presentarse como un ser humano. Así pues, cuando Catherine Malabou escribe que la muerte de Jesucristo es al mismo tiempo la muerte del Dios-hombre lo que quiere decir es que, como Hegel señaló, lo que muere en la cruz no es sólo el representante terrestre-finito de Dios, sino Dios mismo, el propio Dios trascendente del más allá. Cuando Jesucristo profiere en la cruz: Padre, padre, ¿Porqué me has abandonado? Durante un breve instante Dios no cree en sí mismo, o, como escribió Chesterton: “La Tierra tembló y el Sol desapareció del cielo no con la crucifixión, sino con el grito procedente de la cruz: el grito que confesaba que Dios había abandonado a Dios”. Como contrapunto a estas reflexiones me remito a la idea budista de que el Yo no existe, de que sólo existe un flujo de percepciones continuas. “Libérate del apego a las cosas que no existen en realidad sino sólo en la percepción”. La causa de nuestro sufrimiento y sujeción no es la realidad objetiva sino nuestro Deseo, nuestra sed de cosas materiales, nuestro excesivo apego a ellas, lo único que hay que hacer es renunciar al propio deseo, adoptar una actitud pacífica y de distancia interior.
Finalizo. Seamos honrados, quiero serlo: cuando se habla de la resurrección de los muertos, de la vida y la muerte eternas, muchos no saben lo que dicen. Las escrituras atestiguan a menudo que todo ello se acompañará de una revelación desgarradora para que sintamos que debemos estar preparados para ello. Soy cristiano, pero no acepto el dogma. Sólo abrigo la convicción de que Jesucristo es el mismo también en la eternidad. Su gracia es total y completa, el nuevo Mundo de Dios existirá al margen de purgatorios, reprimendas o reformatorios del más allá. Tengo para mí que la vida es un continuo. El espíritu, la conciencia es lo que permanece. Dios es amor y Jesús nos enseñó el perdón a otros, condición para perdonarnos a nosotros mismos. No somos cuerpo, nuestra verdadera esencia es el espíritu. Todos somos Uno. Recuerdo a un monje budista: “No soy mi cuerpo, no soy mis ojos, no soy mis órganos, no soy siquiera la mente que piensa, si no soy todo eso ¿entonces qué soy?
La consciencia que permanece”.
jose_molinaf@yahoo.com.mx

Discussion about this post