Durante su concierto en el Zócalo, René Pérez “Residente” subió al escenario a una familia refugiada palestina, entre ellos una joven llamada Alma.
LO QUE NO SE NOMBRA, NO EXISTE/Gely Pacheco
El Zócalo de la Ciudad de México se convirtió, el sábado 6 de septiembre, en algo más que una plaza: fue un espejo de consciencias sacudido por las voces de una familia refugiada palestina. México se convirtió en una sola voz de resistencia y de ejemplo. René Pérez Joglar, nombre real de Residente, subió al escenario a una familia palestina, a una joven a la que llamaron Alma y a sus tres hermanos, obligándonos a nombrar lo evidente: Palestina. La multitud respondió al unísono con un grito visceral de “Palestina libre”, una chispa que encendió la empatía de 180 000 personas reunidas, y que, por un instante, sacó a México de su ensimismamiento cotidiano.
Este es el poder del nombrar: instalar una verdad en la esfera pública internacional. Mientras el mundo observa con lentitud ese genocidio, ensimismados en nuestras rutinas, en nuestra economía de supervivencia diaria, el grito de una pequeña joven ante una multitud nos recuerda lo que suele callarse: que la migración, el exilio, no son abstractos, sino historias de carne, voz, sufrimiento y llanto.
No es la primera vez que México acoge a quienes huyen en búsqueda de una vida digna. En las décadas pasadas, artistas, intelectuales y creadores llegaron desde Europa impulsados por guerras y represión: surrealistas republicanos españoles, judíos perseguidos o comunistas desterrados encontraron aquí refugio. La Galería de Arte Mexicano, bajo el impulso de visionarias como Inés Amor, fue crisol y puente de esa diáspora cultural: artistas tan diversos como Gerardo Lizárraga, Gunther Gerzso o Kati Horna tejieron nuevas raíces en estas tierras .
Entre ellos, una figura clave fue Leonora Carrington. Atormentada por la guerra civil española, la represión nazi y su encierro en un psiquiátrico, llegó a México en busca de exilio y libertad. Aquí vivió más de sesenta años, convirtiéndose en ciudadana mexicana y en un símbolo de creación y feminismo: diseñó el mural “El mundo mágico de los mayas”, y en los setenta, creó el cartel Mujeres Conciencia para la causa de la liberación femenina. Y qué decir de Tamara de Lempicka, Remedios Varo, Kati Horna, Fanny Rabel, Luis Buñuel, Eduardo James e incluso Chavela Vargas, por mencionar a algunos y algunas.
CUANDO EL GRITO FLORECE
Hoy, aquella joven de nombre Alma me hizo pensar que personifica esa historia que no se nombra: herencia de dramas globales y de esperanzas que vuelan en el exilio. Su voz, frágil y potente, expone la brutalidad de la guerra lenta: niñeces muriendo de hambre mientras son bombardeados, familias desterradas sin espacio para existir.
Y a la vez reflexionó, qué importante sería, entonces, que el Estado mexicano no la soltara: que reconozca en ella no una historia de victimización, sino el perfil de una futura intelectual, una voz invaluable, una memoria consciente. Porque si México alguna vez fue hogar de Leonora, de Kati, de tantos, ¿por qué no también de Alma? El país tiene la oportunidad de honrar su tradición de refugio y de potenciar nuevas historias no solamente de origen palestino, sino también de otras nacionalidades que podrían enriquecer una distinta cultura política, sensible y humanista.
Nombrar a quienes sufren como existe es el primer paso para desmantelar la indiferencia. Si no nombramos el dolor, si no lo visibilizamos, se desvanece en la indiferencia del día a día. Por eso esa noche del sábado, en el corazón del Zócalo, resonó lo que no se nombra. Lo que se quiere ignorar. Y así debe seguir: nombrar, crear lazos, abrir refugios, imaginar futuros dignos para todas las personas.
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