PALABRA DE DUQUE/El Duque de Santo Ton
En la ciudad de Puebla, durante los primeros días de septiembre de 1968, algunos trabajadores de la Benemérita Universidad Autónoma de Puebla organizaron un campamento en el volcán “La Malinche”, aprovechando el puente que les daría el sábado 14 de septiembre, el domingo 15 y el lunes 16.
Julián González Báez convenció a sus colegas Ramón Gutiérrez Calvario, Jesús Carrillo Sánchez, Miguel Flores Cruz y Roberto Rojano Aguirre de ir a la excursión. A las 4 de la tarde del día 14, los jóvenes subieron a un destartalado autobús en el que se mezclaron con gente que llevaba gallinas, huacales con verduras y carne, entre otras viandas para sobrevivir en un terreno por demás infértil. La gente se amontonaba en los asientos del camión que parecía estar a punto de reventar.
El grupo emprendería el ascenso al volcán en el pequeño pueblo de San Miguel Canoa (se desconoce el origen del término “Canoa”, pues no tiene raíces en náhuatl ni existen lagos o ríos cerca del lugar).
Los excursionistas llegaron al poblado en medio de un aguacero que les impidió iniciar la caminata a La Malinche. Se refugiaron en la única tiendita de abarrotes con teléfono y tele, en la que los noticieros daban cuenta de las revueltas de los estudiantes de la Universidad Nacional Autónoma y de su posible relación con la ideología comunista.
Las mochilas, aparatos para escalar y la vestimenta de los trabajadores llaman la atención de los habitantes de Canoa, quienes empezaron a rumorar que eran “comunistas”, como decía el cura de la iglesia, y que iban a quemar a San Miguel Arcángel, el Santo Patrono.
El grupo se separó para buscar dónde dormir. Dos fueron a la sacristía del templo y el padre Enrique Meza les impidió quedarse, con el argumento de no poder dejar pasar a la casa de Dios a extraños. Los otros dos pidieron ayuda a la policía para que los dejara dormir en la cárcel, pero Recibieron la misma respuesta. Al volver a la tienda, reconocieron a Odilón García, quien se identificó con ellos por vivir en Puebla y gustarle los paseos por la montaña. Les propuso ir a la casa de su hermano Lucas, para que los dejara pasar una noche en su casa.
Una mujer madura de nombre Andrea, cercana al cura, ve con malos ojos a los fuereños y mediante un altavoz comienza a llamar a la gente para estar alerta. «A esos hombres los manda el diablo», les dice en náhuatl. Cientos de personas -de las 5 mil que vivían ese año en el pueblo- comenzaron a reunirse en la iglesia.
La mujer azuzaba a la gente para evitar que el demonio se apoderase de San Miguel Canoa, y la invitaba a congregarse en la iglesia y en la plaza pública. Algunas personas conscientes trataban de calmarlos, pero los mayordomos de las fiestas patronales también los incitaban.
En el altavoz, Andrea seguía invitando al pueblo para que fueran por los comunistas. Alarmado, un habitante, con el único teléfono de la localidad, el de la tienda, llamó a Puebla y comunicó a la Policía que querían linchar a los muchachos.
En casa de Lucas se alcanzaba a escuchar que hablaban sobre unos ladrones, pero él los calmaba diciendo: “… de vez en cuando vienen a robar el ganado que tenemos …” Pero los gritos comenzaron a escucharse cada vez más cerca. Lucas se asustó y comprendió que los excursionistas estaban en peligro. Pidió a Odilón sacarlos y llevarlos por la barranca para escapar, pero ya era tarde, la casa estaba rodeada por decenas de personas.
Lucas atrancó la puerta de madera que no resistió más allá de dos hachazos y fue abierta de golpe. La familia corrió al fondo de la casa para protegerse, la esposa y tres hijos del labriego se hicieron un ovillo en la única cama que hay en la casa y Lucas enfrentó a la turba. Un hombre borracho lo golpeó con una botella, y él devolvió el golpe, pero fue asesinado de un machetazo en el cuello. Los muchachos de Puebla fueron acorralados y golpeados.
Ramón Gutiérrez Calvario y Jesús Carrillo Sánchez fueron sacados de la casa a golpes. Uno de ellos fue asesinado de un hachazo por la espalda, su amigo apaleado hasta la muerte. Roberto Rojano Aguirre y Julián González fueron amarrados de los brazos; y Miguel Flores Cruz atado de las manos por la espalda. Mientras los sacaban de la casa escuchaban que serían quemados vivos o serían asesinados a golpes, que quemarían sus cuerpos.
De reojo podían ver al cura Enrique Meza en la entrada de la iglesia, acompañado de Andrea y de otras mujeres, que indiferentes presencian la golpiza. Julián se quedó inmóvil cuando un machetazo le cortó de tajo tres dedos de la mano izquierda. Se sentía muerto.
Entre los gritos se escuchó a una persona decir que había llegado una ambulancia a San Miguel Canoa, y Julián siente alivio, pero un hombre dice que se pusieron piedras en el camino y que la ambulancia se regresó. Julián vuelve a sentirse muerto, pero sigue inmóvil.
Miguel, su amigo, sigue en pie, lo empujan, lo golpean, lo acorralan. Él insiste en no ser comunista y vuelve a recibir una andanada de golpes. Reitera que son excursionistas y vuelven a golpearlo. Una y otra vez cae al suelo. Una y otra vez vuelve a levantarse.
El martirio duró hora y media hasta que un autobús repleto de policías armados y dos ambulancias con paramédicos y doctores llegaron a la plaza pública.
El comandante ordenó retirar a la gente y gritó a sus policías que si se resistía alguien cortaran cartucho y dispararan contra la turba. Empujando con sus armas, los policías ponen a raya a la muchedumbre, lo que permitió a los socorristas auxiliar a los tres trabajadores sobrevivientes.
El padre Enrique Meza dijo no saber nada de lo sucedido, que llevaba varios días enfermo y que apenas si escuchó las campanadas de su iglesia. Muchos dicen lo contrario.
Antes de fin de año, el «tata», como llamaban al cura, fue enviado a una comunidad de Oaxaca, pero antes de irse no perdió la oportunidad de oficiar una misa de réquiem en memoria de Lucas García, el hombre que defendió con su vida a los excursionistas.
De los sobrevivientes a la masacre del 14 de septiembre de 1968, Julián González, Miguel Flores y Roberto Rojano, al paso de los años fueron retomando sus vidas. Miguel fue diagnosticado con leucemia hace cerca de 10 años y falleció meses después. Roberto se quitó la vida luego de la muerte de su esposa, quien había significado su fortaleza tras el episodio vivido en San Miguel Canoa.
Julián es el único que sobrevive a la tragedia, y todavía siente culpa por haber expuesto a sus amigos. Estos hechos fueron relatados en la película Canoa del año 1976, dirigida por Felipe Cazals, una obra maestra del cine mexicano.

