Las señales son evidentes: crisis climática, deforestación, pérdida de suelos, escasez de agua y aumento de enfermedades relacionadas con la contaminación.
ECOLOGÍA HUMANA/Amado Ríos Valdez
Durante más de un siglo, la humanidad ha vivido bajo una idea casi religiosa: que el crecimiento económico es sinónimo de progreso y bienestar. Sin embargo, esa promesa empieza a resquebrajarse. Los indicadores ambientales muestran un planeta agotado: ecosistemas colapsando, agua escasa, suelos erosionados, aire tóxico y biodiversidad en caída libre. El crecimiento económico ilimitado tropieza con los límites naturales del planeta, los mismos que hacen posible la vida y la economía.
EL MITO DEL CRECIMIENTO INFINITO
Desde la Revolución Industrial, la economía global se ha medido por su capacidad de expandirse: más fábricas, más consumo, más producción. Pero esta lógica ignora una verdad física elemental: no se puede crecer indefinidamente en un planeta con recursos limitados. La economía, al fin y al cabo, es un subsistema de la biosfera, no un sistema aparte. Los economistas clásicos confiaron en que el ingenio humano y la tecnología podrían superar cualquier escasez, sustituyendo recursos finitos por innovaciones infinitas. Pero los hechos dicen lo contrario. Hoy extraemos más materiales de los que la Tierra puede regenerar y emitimos más contaminantes de los que puede absorber. Desde los años 1970, la humanidad vive en “sobregiro ecológico”: cada año usamos el equivalente a 1.7 planetas para mantener nuestro estilo de vida. Esto significa que estamos consumiendo capital natural que no se recupera a tiempo, hipotecando el bienestar del futuro.
Las señales son evidentes: crisis climática, deforestación, pérdida de suelos, escasez de agua y aumento de enfermedades relacionadas con la contaminación. La economía global ha alcanzado un punto en el que el crecimiento cuantitativo comienza a destruir las bases cualitativas que lo hacen posible.
CAPACIDAD DE CARGA: LA REGLA ECOLÓGICA QUE IGNORAMOS
La “capacidad de carga” de un ecosistema se refiere al número máximo de organismos que puede sostener sin deteriorarse. Para los humanos, esa capacidad depende de recursos como el agua, el suelo fértil, la energía y el aire limpio. Superar esos límites provoca degradación y desequilibrio, tanto ecológico como social.
En el pasado, las sociedades podían migrar o reubicarse cuando agotaban sus recursos locales. Hoy esa opción es inviable: los impactos son globales. La sobrepesca, el cambio climático o la pérdida de bosques tropicales afectan al conjunto del planeta. Cuando el consumo humano supera la capacidad regenerativa de la Tierra, se produce una “crisis de carga”: los ecosistemas pierden resiliencia, se reducen los rendimientos agrícolas, aumentan los precios y se amplifican los conflictos sociales. Aceptar la existencia de límites no es resignarse, sino entender las reglas del juego. Una economía inteligente debería alinearse con los ritmos naturales, no competir contra ellos.
AGUA POTABLE: EL ORO AZUL QUE SE AGOTA
El agua dulce representa solo el 2.5 % del total de agua del planeta, y de esa pequeña fracción, la mayor parte está atrapada en glaciares o en acuíferos profundos. La cantidad realmente disponible para consumo humano, agricultura e industria es menor al 1 %. Sin embargo, su demanda crece sin cesar.
En muchas regiones del mundo —incluido México— los acuíferos están siendo sobreexplotados a un ritmo alarmante. En el Valle de México, por ejemplo, se extrae más agua subterránea de la que se recarga naturalmente, provocando hundimientos del suelo y escasez crónica. A la sobreextracción se suma la contaminación: ríos y lagos se convierten en vertederos industriales y agrícolas, mientras el cambio climático altera los patrones de lluvia, haciendo más frecuentes las sequías prolongadas. El agua no solo sostiene la vida, sino la economía. Sin agua no hay alimentos, energía ni industria. Cuando escasea, se paraliza la producción y se multiplican los conflictos sociales.
SUELO Y AGRICULTURA: LA BASE QUE SE EROSIONA
El suelo fértil es el soporte silencioso de la civilización. En apenas 30 centímetros de espesor se produce el 95 % de los alimentos que consumimos. Sin embargo, ese recurso se forma lentamente, a razón de milímetros por siglo, mientras lo destruimos a gran velocidad. La agricultura intensiva, la deforestación y el uso indiscriminado de agroquímicos han degradado un tercio de los suelos del planeta. La erosión elimina nutrientes, reduce la productividad y obliga a usar más fertilizantes, lo que a su vez contamina el agua y emite gases de efecto invernadero. Es un círculo vicioso que combina crisis ambiental y económica.
Cuando el suelo pierde vida, el campo se vuelve dependiente de insumos externos, aumenta el costo de producción y disminuye la resiliencia frente al cambio climático. Restaurar un suelo degradado puede tardar décadas; perderlo, solo unos años. Sin suelo sano no hay agricultura sostenible, y sin agricultura, el crecimiento económico se desmorona.
BIODIVERSIDAD EN RETROCESO: EL CAPITAL NATURAL QUE SE ESFUMA
La biodiversidad es la infraestructura invisible que mantiene la vida. Polinizadores, bosques, océanos, insectos y microorganismos trabajan gratuitamente para sostener sistemas agrícolas, purificar el aire, regular el clima y mantener el equilibrio del planeta. Sin embargo, la presión humana ha causado una extinción masiva: un millón de especies están hoy en peligro de desaparecer. Cada especie extinta implica la pérdida de funciones ecológicas esenciales. Menos polinizadores significan menos cultivos; menos bosques implican menos captura de carbono y más emisiones; menos peces afectan la seguridad alimentaria de millones. Además, cada especie perdida es una biblioteca genética que se cierra para siempre: una posible medicina, material o tecnología natural que jamás conoceremos.
La biodiversidad no es un lujo estético ni una causa romántica: es la base de toda economía. Su destrucción es, en esencia, una pérdida de capital.
EL DESAFÍO: CAMBIAR EL RUMBO ANTES DEL COLAPSO
Los límites del crecimiento no son un eslogan pesimista, sino un hecho físico. Agua, aire, suelo y biodiversidad conforman la infraestructura natural que sostiene la economía. Destruirla equivale a desmantelar los cimientos de nuestra propia casa. La transición hacia un modelo sostenible no es opcional: es una condición de supervivencia. Debemos reemplazar el crecimiento ciego por un desarrollo inteligente, medido en bienestar humano y no solo en cifras del producto interno bruto. Ello implica reducir el consumo innecesario, transformar los sistemas energéticos, invertir en restauración ecológica y fomentar una economía circular basada en la eficiencia y la regeneración.
El futuro dependerá de si entendemos que el progreso no consiste en crecer sin fin, sino en aprender a vivir dentro de los límites del planeta. Aún hay tiempo, pero no mucho. Cada década que pasa sin acción reduce las opciones del mañana. El dilema es claro: o cambiamos voluntariamente el rumbo, o la naturaleza lo hará por nosotros, y su ajuste será mucho más severo.

			
			