Lo que comenzó como una disputa por la regulación del transporte privado se ha transformado en una pugna política por el control de la movilidad urbana y por la legitimidad de las decisiones gubernamentales.
BALANZA LEGAL/Rodolfo L. Chanona
En Tuxtla Gutiérrez, la capital chiapaneca, el conflicto entre conductores de plataformas digitales —principalmente Didi y Uber— y las autoridades estatales se ha convertido en un espejo del modo en que el poder público enfrenta la modernización tecnológica; aprobando leyes, pero sin política pública clara; con discurso de orden, pero con prácticas coercitivas.
Lo que comenzó como una disputa por la regulación del transporte privado se ha transformado en una pugna política por el control de la movilidad urbana y por la legitimidad de las decisiones gubernamentales.
En junio de 2025, el Congreso del Estado de Chiapas aprobó reformas a la Ley de Movilidad y Transporte que, por primera vez reconoce a las plataformas digitales como prestadoras de un “servicio privado de transporte contratado mediante aplicación tecnológica”. Con ello, el Estado busca establecer un marco de registro, supervisión y cobro de una contribución por viaje —equivalente al 1.5%—, así como imponer obligaciones en materia de seguridad y cobertura de seguro a los conductores. Sobre el papel, la reforma representaba un paso hacia la legalidad y la regulación de un fenómeno que llevaba operando más de cinco años sin claridad normativa.
Sin embargo, el problema no ha sido la ley, sino su aplicación. La Secretaría de Movilidad y Transporte (SMyT), cuya titular es, la Mtra. Albania González Polito, emprendió semanas después de la aprobación, operativos para retirar vehículos que prestaban servicio, sin estar aún inscritos en el nuevo padrón. Las grúas arrastrando unidades, se convirtieron en el símbolo de una autoridad que impone la ley, sin que exista un reglamento operativo plenamente difundido, ni un proceso transparente para que los conductores puedan regularizarse. La reacción no se hizo esperar, bloqueos, protestas y enfrentamientos verbales entre choferes y agentes estatales paralizaron avenidas y expusieron la falta de coordinación entre el discurso político y la realidad administrativa.
El fondo del conflicto es político. Las plataformas digitales, al introducir nuevas formas de organización económica y laboral, desafían el poder tradicional de los sindicatos de taxistas, que durante décadas han sido un instrumento de control social y electoral en Chiapas. Los gobiernos en Chiapas, conscientes de esa fuerza gremial, han preferido mantener un equilibrio precario antes que enfrentar abiertamente a los concesionarios. La “regulación” de Uber y Didi se convierte así, en una forma de contención, el Estado busca cobrar, vigilar y mediar, pero sin alterar las relaciones de poder que sostiene con el sistema del transporte público.
Los conductores por su parte denuncian que, el gobierno ha convertido la regularización en un instrumento de persecución. Acusan que los operativos violan el debido proceso administrativo y que los procedimientos para registrarse son poco claros y plagados de gestores falsos. En respuesta, la SMyT abrió mesas de diálogo y otorgó prórrogas para evitar una crisis mayor. Pero esas concesiones temporales sólo evidencian una estrategia de improvisación; aplicar la ley cuando conviene y suspenderla cuando estalla la inconformidad.
El conflicto tiene implicaciones más amplias. En el fondo se confrontan dos modelos de movilidad, uno basado en concesiones, sindicatos y control político, otro en plataformas tecnológicas, flexibilidad laboral y competencia de mercado. Ambos modelos son imperfectos. El primero perpetúa la ineficiencia y la corrupción, el segundo abre la puerta a la precarización laboral y a la evasión de responsabilidades fiscales.
El reto del Estado no es optar por uno u otro, sino diseñar un sistema híbrido que garantice derechos, seguridad y competencia justa.
La reforma chiapaneca podría haber sido el punto de partida para ese nuevo equilibrio; pero su implementación deficiente ha reforzado la desconfianza hacia las instituciones.
Cada operativo, cada video viral de una grúa arrastrando un automóvil, alimenta la percepción de un gobierno que usa la fuerza en lugar del diálogo, que actúa antes de informar, y que legisla sin planificar. En un contexto de creciente descontento social —por inseguridad, desempleo y corrupción— los conflictos de movilidad se convierten en válvulas de escape del malestar ciudadano.
El gobierno estatal enfrenta ahora una disyuntiva, persistir en la aplicación coercitiva de la norma o transformar la regulación en un proceso de concertación con los actores involucrados. Si el Estado logra construir un esquema de regularización transparente, con trámites digitales accesibles, tarifas claras y un calendario de incorporación gradual, podrá recuperar legitimidad. Si, por el contrario, continúa improvisando, el conflicto con Didi y Uber será el preludio de una crisis mayor, como es la pérdida de confianza en la capacidad del gobierno para gobernar la modernidad.
Tuxtla Gutiérrez es hoy de nueva cuenta, el laboratorio donde se prueba la relación entre tecnología, poder y ciudadanía. La manera en que Chiapas resuelva este conflicto marcará un precedente para todo el sur del país. Regular no debe significar reprimir, modernizar no puede implicar castigar. La movilidad del futuro, no puede construirse con las inercias del pasado, ni con leyes que se aplican a golpes de grúa. En el tablero de la política chiapaneca, Uber y Didi ya no son solo aplicaciones, son el recordatorio de que la gobernabilidad también se conduce.
