MÁS ALLÁ DEL DISCURSO/Carlos Serrano
El panorama económico de México para 2026 se espera poco alentador. Algunos pronósticos advierten que el país enfrentará un año de extrema dificultad financiera: menor crecimiento, inflación presionada y un presupuesto público con márgenes cada vez más estrechos. Aunque la presidenta Claudia Sheinbaum ha anunciado inversiones importantes en infraestructura, energía y programas sociales, lo cierto es que la recaudación fiscal sigue siendo insuficiente y el gasto público está sujeto a una tensión permanente. De ahí las recientes discusiones en el Congreso sobre posibles nuevos impuestos que podrían golpear al sector productivo y, de paso, al bolsillo de las familias mexicanas.
En medio de ese contexto, las imágenes de legisladores bailando dentro del Congreso, mientras miles de personas en al menos cinco estados del país lo han perdido todo por las lluvias, resultan una afrenta para la ciudadanía. No se trata de prohibir la alegría, sino de entender el momento. Un país que atraviesa una emergencia humanitaria necesita representantes sensibles, no funcionarios desconectados de la realidad que viven los damnificados.
El gobierno federal ha anunciado que destinará 10 mil millones de pesos para atender los daños en Veracruz, Puebla, San Luis Potosí, Hidalgo y Querétaro, donde más de 70 mil viviendas resultaron afectadas. Sin embargo, esa cifra —que se presenta como “inversión inicial”— apenas cubre la primera fase de apoyo. La reconstrucción de infraestructura, vivienda y sistemas productivos exigirá mucho más. Por eso, más allá de los anuncios oficiales, el país necesita un verdadero ejercicio de solidaridad y corresponsabilidad.
Si bien se ha dicho que la atención a la emergencia está garantizada, la realidad es que los recursos son escasos. En un escenario así, todos los sectores deberían sumar: gobierno, empresarios, sociedad civil y ciudadanía. Pero hay un grupo que tiene una obligación moral mayor: quienes reciben un salario financiado con el dinero público.
Los 500 diputados federales y 128 senadores del país perciben ingresos mensuales que oscilan entre 79 mil y los 131 mil pesos netos, además de otros apoyos y prerrogativas. Si cada uno de ellos donara siquiera el 10% de su salario anual, podría reunirse una bolsa de más de 67 millones de pesos e incluso, si la aportación fuera del 25%, se podrían destinar unos 170 millones. Por supuesto que no resolvería el problema, pero sería un gesto de coherencia y empatía con las familias que hoy esperan ayuda.
En lugar de convocar a la ciudadanía a llevar víveres a los centros de acopio instalados en el Congreso, los propios legisladores deberían ser los primeros en donar. No para aparecer en la foto, sino para enviar un mensaje de compromiso genuino con la gente. Porque mientras algunos se exhiben bailando en los pasillos del Poder Legislativo, otros, en silencio, lo han hecho sin aspavientos.
Un ejemplo de ello es el del gobernador Eduardo Ramírez, quien, desde Chiapas, actuó con rapidez y discreción ante las lluvias que golpearon otras entidades. Sin estridencias ni discursos vacíos, envió equipos de protección civil y activó ayuda humanitaria desde el primer momento. Su reacción no fue una estrategia de imagen, sino una muestra de liderazgo humanista, que entiende que la política tiene sentido cuando se traduce en acciones concretas para proteger la vida y la dignidad de las personas.
Esa es la diferencia entre la solidaridad como espectáculo y la solidaridad como principio. México necesita menos gestos para la cámara y más hechos tangibles. Las emergencias ponen a prueba no solo la capacidad institucional, sino también la calidad moral de quienes nos representan. Y hoy, frente al panorama económica que se avecina, la verdadera grandeza política no estará en aprobar nuevos impuestos ni en inaugurar obras, sino en la voluntad de compartir lo que se tiene para reconstruir lo que el país ha perdido.

			
			