PÁRAMO DE VIOLETAS/Liz Carreño Caballero
¿QUÉ ES UN MONSTRUO?
Habrá que comenzar preguntándonos quién o qué es un monstruo hoy en día, porque tal parece que ese concepto está desvirtuado o malentendido. La figura mítica del monstruo nos remite a la maldad, a la crueldad, a entes híbridos con una apariencia repugnante que violan y transgreden las normas de la propia naturaleza, además de ser seres aislados, resentidos, que no siguen leyes y están dispuestos a la violencia, incluso sin provocación.
No obstante, no debemos descartar que también la mitología nos presenta seres que gozan de gran belleza, que aparentan bondad y realizan los mismos actos despiadados, bajo la bandera del amor mal entendido, la pasión desbordada o la ira incontenible. Esta falsa apariencia no los exime de cometer actos terriblemente monstruosos, plagados de emociones abominables que sorprenden y repugnan al espectador, haciéndolos parecer errores en el sistema, como si fueran una equivocación en la conducta humana.
Se nos olvida que somos seres humanos sensibles, vulnerables y expuestos, que, al encontrarnos en una crisis en la que vemos en peligro la vida de algún ser querido o la nuestra, podemos convertirnos en verdaderos monstruos sin límites, capaces de cometer atrocidades, indiferentes al sufrimiento ajeno y proclives a provocar dolor sin miramientos.
Con el paso de los años, hemos sido influenciados por ideas educativas, ideologías y literatura, por mencionar algunos casos, que han fomentado la creación de una imagen totalmente idealizada de la monstruosidad, en la que asociamos belleza con bondad y maldad con fealdad, cuando la realidad nos sorprende con situaciones y personajes que consideramos excepciones a la regla por no cuadrar en este esquema.
¿Hasta dónde nos permitimos crear estructuras a partir de la apariencia?
¿Acaso alguien con una imagen aparentemente monstruosa no puede ser una víctima?
¿Por qué nos parece peligroso lo “diferente”?
Y si ser diferente implica no encajar y parecer monstruoso, entonces hay que comenzar a cuestionarnos desde los límites de nuestra tolerancia, en la metáfora de la dichosa empatía y en lo complicada que se vuelven nuestras vidas cuando nos dejamos llevar por los paradigmas ideológicos de la moral, la religión, el karma, el castigo, la educación y los estigmas sociales.
Antes de infundir temor con la idea del monstruo, debemos cuestionarnos sobre los prejuicios con los cuales juzgamos y creamos esta categoría en la que englobamos todo aquello que sale de nuestra aparente normalidad. Pero habría que ser objetivos y considerar qué tan aterradora puede ser la monstruosidad de los normales.
¿Qué tan flexible es el mito que usamos para darle sentido a nuestros miedos?
¿Cuántos parias hemos creado debido a una educación que juzga y deshumaniza a las personas por su origen, capacidad o apariencia?
Tal vez el monstruo no es quien se aparta de la norma, sino quien la impone sin cuestionarla. Tal vez el verdadero horror reside en la mirada que excluye, en el juicio que condena sin comprender, en la indiferencia que normaliza el sufrimiento ajeno.
Si queremos entender qué es un monstruo, debemos mirar más allá de la piel, más allá del mito, y atrevernos a reconocer lo monstruoso en lo cotidiano, en lo aceptado, en lo que creemos correcto.
Solo entonces podremos comenzar a desmantelar los miedos que nos habitan y construir una mirada más humana, más justa y empática, que contribuya a la respetuosa convivencia cotidiana.

