PERIODISMO ACADÉMICO/Javier Guízar Ovando
México atraviesa una de sus crisis más profundas. No sólo es económica ni política; es una crisis de sensibilidad. Cada día, los titulares reflejan un país donde la violencia, la desigualdad y la indiferencia han dejado de escandalizar. La tragedia ajena se consume como otra noticia más en la vorágine digital, mientras el miedo y el desencanto se normalizan. En medio de este panorama, una palabra parece cobrar un sentido urgente: empatía.
Hablar de empatía en México no es ingenuo ni romántico. Es hablar de supervivencia social. La falta de empatía está en la raíz de casi todos nuestros males: desde la corrupción política que usa el poder sin mirar al pueblo, hasta la violencia cotidiana que deshumaniza al otro y convierte el dolor en estadística. Cuando no hay empatía, no hay comunidad. Y sin comunidad, no hay país que resista.
El modelo neoliberal que dominó durante décadas promovió la idea de que el éxito individual era suficiente para medir el valor de una persona. Así se fue desdibujando la noción de lo colectivo, se impuso la competencia sobre la cooperación, y el mérito académico o laboral se volvió más importante que la conciencia social. Hoy pagamos las consecuencias: vivimos en un México fracturado, donde la distancia entre el gobierno y la ciudadanía crece, donde las redes sociales se transformaron en trincheras de odio y donde la palabra “solidaridad” suena antigua.
Incluso la política, que debería ser el arte de servir y escuchar, se ha vuelto un espacio de vanidad. Los discursos oficiales se llenan de promesas, pero carecen de sensibilidad; se habla de justicia sin mirar los rostros concretos de quienes sufren. La llamada Cuarta Transformación prometió rescatar el alma social del país, pero su narrativa también ha caído, a veces, en la lógica de la confrontación más que en la reconciliación. México no necesita más vencedores ni vencidos: necesita empatía como principio de gobierno y de ciudadanía.
La empatía no es una postura blanda. Es un acto político. Significa reconocer la dignidad del otro, escuchar incluso cuando incomoda, y actuar a partir de esa comprensión. Un Estado empático no regala, sino que repara; no asiste, sino que transforma. En la educación, por ejemplo, la empatía se traduce en políticas que garanticen oportunidades reales, en programas como los de alfabetización que devuelven la palabra a quienes durante años fueron silenciados. En la justicia, se refleja en la capacidad del Estado para mirar el dolor de las víctimas y garantizarles verdad, memoria y reparación.
México necesita reconstruir su tejido social desde la sensibilidad. Las universidades, los medios y los líderes políticos deberían asumir esta tarea con seriedad. No basta con generar datos y diagnósticos: hace falta formar ciudadanos capaces de sentir el país, no solo de analizarlo. La empatía, en este sentido, no es una emoción pasajera, sino una herramienta para repensar el poder, la educación y la vida pública.
Hoy más que nunca, debemos recordar que detrás de cada cifra hay una historia humana. Detrás de los 170 mil desaparecidos, de los feminicidios, de los desplazados por la violencia o por la pobreza, hay rostros, hay nombres, hay familias que siguen esperando un país que los mire. La indiferencia no es neutra: es complicidad.
Recuperar la empatía no será fácil. Exige reconocer que el otro importa tanto como uno mismo, que el bienestar no puede construirse sobre el dolor ajeno, y que el progreso sin humanidad es solo simulacro. Pero si México logra reencontrarse con esa emoción básica -la de mirar al otro sin miedo y con respeto- podrá volver a creer en sí mismo.
Porque al final, más allá de los partidos, las ideologías y las elecciones, solo la empatía nos podrá salvar. No de manera milagrosa, pero sí como un acto de reconstrucción moral. Empatía para sanar las heridas, para reconciliar al país, para que la política vuelva a tener sentido y la esperanza deje de ser un discurso vacío.
Solo la empatía podrá devolvernos el rostro humano que perdimos entre tanto ruido, tanta rabia y tanta prisa. Y cuando eso ocurra, tal vez México empiece, por fin, a sentirse vivo otra vez. ¡Es cuanto!
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