A veces pienso que gobernar Tuxtla sin conocerla es una forma sofisticada de analfabetismo. Un analfabetismo territorial: saben leer cifras, pero no calles; interpretan gráficas, pero no rostros.
REALIDAD A SORBOS/Eric Ordóñez
A veces basta caminar la ciudad para entender que algunos la recorren sin verla. Que la cruzan como quien pasa por un museo oscuro: sin mirar las piezas, sin leer las placas, sin saber que cada calle tiene memoria y que cada colonia tiene su propio relato de fundación, de resistencia o de olvido.
Tuxtla no se gobierna desde el aire acondicionado, ni desde los discursos que repiten “¡Qué viva Tuxtla”. Se gobierna desde el polvo, desde el calor que sube de los arroyos embovedados, desde el olor agrio de los drenajes colapsados que reclaman atención como una herida abierta. Quien no ha sentido ese olor, no sabe lo que administra.
¿Cómo saber que no sabes gobernar Tuxtla? Fácil.
Cuando crees que Patria Nueva es solo un nombre y no la historia de quienes llegaron con una cobija al hombro buscando regularización.
Cuando no sabes dónde nace el Sabinal ni por qué su cauce respira cansado bajo toneladas de cemento.
Cuando confundes el Copoya de los rezos con el Jobo de los lotes.
Cuando crees que San Roque es un barrio pintoresco y no el testimonio vivo del despojo zoque.
Cuando reduces el mapa de la ciudad a las avenidas del centro y olvidas que Real del Bosque tarda una vida en llegar al hospital más cercano.
Gobernar Tuxtla sin conocerla es como querer dirigir una orquesta sin saber qué instrumento suena desafinado.
La ciudad vibra, se expande, se contradice, pero no perdona la ignorancia. Aquí los arroyos tienen memoria, los baches hablan más que los boletines y los cables colgantes te recuerdan que la modernidad aún está a medio conectar.
El que no ha vivido la lluvia que se lleva los topes, ni el tráfico de la 9ª sur un lunes, ni el calor que te derrite la paciencia a las dos de la tarde, no ha vivido en Tuxtla. Puede haber nacido aquí, sí, pero eso no lo hace tuxtleco. Porque el gentilicio no se imprime en el acta de nacimiento, sino en la piel que resiste cada corte de agua, cada apagón, cada promesa que no baja del papel.
Hay quienes creen que la ciudad es un tablero de SimCity.
Que se le pueden trazar calles como quien acomoda líneas rectas sobre una hoja en blanco.
Que basta con inaugurar un parque para que la gente olvide que la mitad de las colonias siguen pidiendo drenaje.
Que las banquetas son opcionales, que el transporte se improvisa, que el desarrollo se mide en conferencias y no en calles transitables.
No.
Tuxtla se gobierna con los pies, no con los mapas.
Con el oído atento a la banqueta, con el corazón en los barrios, con la mirada puesta en quienes abren sus negocios a las cinco de la mañana y cierran hasta que el cansancio los dobla.
Porque la capital no es el centro; el centro es apenas un punto. La ciudad real está en las orillas donde la vida ocurre sin permiso ni presupuesto.
Lo triste es que hay quienes confunden la administración con la pertenencia.
Hablan de “mi ciudad” con la misma familiaridad con que se habla de un terreno heredado, sin saber cuántas manos la han construido.
Y mientras la retórica se gasta en promesas de modernidad digital, la gente sigue pidiendo lo básico: agua, luz, pavimento, seguridad. No fibra óptica, sino dignidad.
A veces pienso que gobernar Tuxtla sin conocerla es una forma sofisticada de analfabetismo. Un analfabetismo territorial: saben leer cifras, pero no calles; interpretan gráficas, pero no rostros.
Y ese analfabetismo se nota cuando confunden al peregrino con el invasor, al comerciante con el obstáculo, al ciudadano con el trámite.
¿De qué sirve ser de aquí si no sabes qué calles se inundan primero, qué colonias siguen sin drenaje, o qué niños caminan tres kilómetros para llegar a la escuela?
¿De qué sirve decir que amas Tuxtla si nunca te has perdido en ella?
Las ciudades no se gobiernan desde la ceguera.
Se gobiernan con memoria. Con esa memoria que guarda el eco de los zoques expulsados, el rumor de los ríos soterrados, el polvo que se levanta en las colonias olvidadas.
Y esa memoria no se compra ni se improvisa: se aprende, se escucha, se vive.
Conocer Tuxtla es conocer su caos, conocer sus barrios, conocer su historia.
Conocer Tuxtla es entender que cada irregularidad es también una forma de sobrevivir.
Conocer Tuxtla es aceptar que gobernarla no es administrarla: es interpretarla.
Porque la ciudad no se conquista, se entiende.
Y el que no la entiende, aunque firme documentos, aunque despache en el palacio, aunque se declare hijo de esta tierra, no gobierna Tuxtla: la padece.
Posdata. Desde la altura Tuxtla luce verde, ordenada, casi serena. Pero esa calma es óptica: es la distancia la que la embellece. Cuando bajas, la ciudad huele a promesa incumplida. Desde arriba se observa; desde abajo se entiende.

