Nombrar a alguien sin el perfil adecuado no es un simple equívoco administrativo ni un error de cálculo político.
PANORAMA CHIAPAS/Javier Guízar Ovando
En México persiste una práctica que, aunque muchas veces se disfraza de decisión política o de “acto de confianza”, constituye una expresión clara de corrupción: la asignación de cargos públicos a personas que no cuentan con el perfil, la preparación ni la experiencia necesaria para desempeñar funciones de alto impacto. Esta forma de operar, arraigada en distintas administraciones y niveles de gobierno, erosiona silenciosamente la capacidad del Estado y afecta de manera directa a millones de ciudadanos.
Nombrar a alguien sin el perfil adecuado no es un simple equívoco administrativo ni un error de cálculo político. Es un acto deliberado que privilegia intereses personales, lealtades partidistas o cuotas internas por encima del bienestar colectivo. Cuando se renuncia a la profesionalización para favorecer la improvisación, se renuncia al servicio público mismo. El servicio público no es un espacio para experimentar ni para aprender “sobre la marcha”: es el ámbito donde se toman decisiones que inciden en la vida, el patrimonio y la dignidad de comunidades enteras.
El daño no es abstracto. Se materializa en políticas públicas fallidas, instituciones debilitadas, proyectos educativos improvisados, sistemas de salud colapsados, obras mal ejecutadas, presupuestos mal asignados y una incapacidad sistemática para resolver problemas urgentes. La incompetencia es costosa, y su factura siempre termina pagándola la ciudadanía.
Por ello, resulta fundamental describir este fenómeno como lo que realmente es: corrupción. Porque la corrupción no se limita al desvío de recursos o al enriquecimiento ilícito. También se manifiesta en la creación de estructuras gubernamentales incapaces, en decisiones irresponsables con dinero público y en la imposición de perfiles sin preparación al frente de áreas estratégicas. El daño institucional y social que produce esta forma de corrupción administrativa es, incluso, más profundo que muchos actos tradicionalmente señalados.
Además, la normalización de estos nombramientos alimenta un círculo vicioso: funcionarios improvisados que reproducen la misma lógica al designar equipos igualmente sin perfil. La ineficiencia se multiplica, la capacidad operativa se diluye y la institucionalidad se vacía. El mensaje es devastador: en México no siempre importan el mérito, la trayectoria o la ética profesional; importa la obediencia.
En un país que enfrenta desafíos estructurales como la desigualdad, la violencia, la precariedad laboral, el rezago educativo y la crisis ambiental, esta práctica es un lujo que no podemos permitirnos. El Estado requiere profesionales competentes, técnicos formados y servidores públicos con visión, no improvisados colocados para cumplir cuotas de poder o para sostener alianzas políticas.
Este fenómeno es nacional y transversal. Se presenta en dependencias federales, estatales y municipales; en áreas de educación, salud, cultura, infraestructura, seguridad y programas sociales. Y suele justificarse con frases como “tiene mi confianza”, “es leal” o “conoce el proyecto”, cuando lo que realmente se necesita es capacidad para resolver problemas, diseñar políticas y administrar con responsabilidad.
Finalmente, esta política de improvisación ha afectado profundamente el desarrollo del país en sus distintas agendas. Ejercen el poder desde el desconocimiento es una forma de corrupción que lastima, retrasa y vulnera. Y, al final, es el pueblo quien resiente las malas decisiones. ¡Es cuanto!
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