El eterno femenino
CULTURA/Marco Antonio Orozco Zuarth
El eterno femenino, publicada en 1975 por el Fondo de Cultura Económica dentro de la colección Letras Mexicanas, se ha convertido en una de las obras más representativas de Rosario Castellanos en el terreno teatral.
Desde el principio queda claro que no estamos frente a una pieza tradicional. No es una comedia ligera ni un drama realista. Castellanos elige un tono humorístico que a veces roza lo incómodo, un humor que se burla de estereotipos y que, lejos de buscar la risa fácil, invita a reflexionar sobre la condición de las mujeres y los mitos que la sociedad ha creado alrededor de ellas. Esa incomodidad es parte de la intención de la autora: mostrar lo que se esconde detrás de las imágenes repetidas durante generaciones sobre lo que “debe ser” una mujer.
Uno de los rasgos más interesantes de la obra es la visión que Castellanos ofrece sobre la historia mexicana. Utiliza el teatro para revisarla desde los márgenes, desde aquellas voces que, por siglos, fueron minimizadas o distorsionadas. Así, abre la obra con una reinterpretación de Eva, pero no como la culpable del pecado original, sino como una mujer creativa, inteligente y capaz de transformar su entorno. Esta primera escena marca el tono de toda la obra: cuestionar las versiones oficiales de la historia y dar un lugar central a las mujeres que fueron relegadas a papeles secundarios o estereotipados.
A partir de Eva, desfilan otras figuras femeninas del imaginario nacional: Sor Juana, La Malinche, Carlota, Josefa Ortiz de Domínguez, Rosario de la Peña, La Adelita, entre otras. Castellanos las presenta en escena no como caricaturas, sino como mujeres complejas, con virtudes, contradicciones y aspiraciones. En cada una de ellas plantea una pregunta fundamental: ¿qué habrían logrado si la sociedad no les hubiera impuesto límites tan estrictos? Por ejemplo, Sor Juana conserva su imagen de genio intelectual que enfrentó la censura; Carlota aparece atrapada en un país dividido y en circunstancias que la rebasaban; y La Malinche, tan juzgada a lo largo de la historia, es mostrada no como traidora, sino como una mujer estratégica que comprendió mejor que nadie la situación que vivía.
Lo que une a estas figuras es la búsqueda de una salida a la rutina y a las expectativas que las oprimieron. Muchas de ellas no actúan desde la desesperación, sino desde la inteligencia. Esperan, observan, calculan el mejor momento para actuar, y cuando lo hacen, revelan que la resistencia también puede ser silenciosa pero firme. Todas comparten, de alguna manera, la astucia de la Eva con la que se abre la obra. Esta reinterpretación colectiva da como resultado una visión más humana y cercana de mujeres a quienes la historia convirtió en símbolos rígidos.
El hilo conductor de la trama es Lupita, una joven que acude al salón de belleza el día de su boda. Lo que parece una escena cotidiana se transforma en un punto de partida para explorar la construcción de la identidad femenina. Mientras espera bajo un secador, un aparato misterioso la lleva a una serie de sueños o visiones en las que aparecen las mujeres antes mencionadas. Este recurso escénico permite que el presente de Lupita dialogue con el pasado de varias generaciones de mujeres, mostrando que, aunque los tiempos cambian, ciertas presiones sociales se mantienen.
El salón de belleza funciona como un espacio simbólico. Es un lugar común, cercano, donde muchas mujeres pasan horas preparándose para “verse bien” según los estándares sociales. Castellanos convierte ese espacio en un espejo donde se reflejan siglos de expectativas, mandatos y silencios. Lo que en apariencia es un sitio dedicado a la apariencia física se vuelve un lugar de confrontación cultural. La autora plantea una pregunta esencial: ¿qué sucede cuando miramos la historia de las mujeres no desde los grandes libros, sino desde los hábitos diarios que moldean su vida? Esa pregunta es una de las claves de la obra.
A lo largo de los tres actos, la dramaturga construye una mezcla de escenas donde conviven lo real y lo fantástico, lo cómico y lo serio, lo individual y lo colectivo. La risa que provoca no es una risa inocente. Es una risa que hace visible lo que ha permanecido oculto. Las figuras femeninas que aparecen ante Lupita son presentadas en tono paródico, pero esa parodia no busca ridiculizarlas a ellas, sino ridiculizar los papeles estrechos que les asignó la sociedad. Castellanos no pretende hacerlas más grandes ni más heroicas, sino devolverles su humanidad, mostrar sus dudas, sus límites, sus deseos y sus formas de resistencia.
Uno de los aportes centrales de la obra es señalar que las mujeres no solo han sido víctimas de las estructuras patriarcales, sino que a veces han reproducido esas mismas normas, ya sea por costumbre, miedo o simple repetición. Esta crítica no está hecha desde la condena, sino desde la comprensión de que la opresión puede interiorizarse y volverse parte de la vida cotidiana. Castellanos invita a reconocer esos mecanismos para poder transformarlos.
En cuanto a su forma, la obra se aleja del realismo tradicional. Prefiere lo exagerado, lo absurdo y lo inesperado. Estas herramientas le permiten a Castellanos decir cosas que en un tono más serio podrían sonar demasiado duras o moralizantes. La figura de la novia ideal, la esposa obediente o la mujer pura aparece deformada, exagerada hasta el punto de volverse ridícula. De esta manera, el público puede ver con claridad el vacío que hay detrás de esos roles. La risa, en este contexto, no sirve para entretener, sino para pensar. Muchas veces, lo que parecía normal se revela absurdo cuando se muestra en un espejo deformante.
Gracias a esta combinación de humor y crítica, la obra se convierte en un proceso de revelación. Lo que normalmente se oculta —las presiones sociales, los mandatos de género, la culpa heredada— aparece en escena de manera evidente. El lector o espectador se encuentra frente a una serie de situaciones que, aunque parecen exageradas, hablan de realidades muy presentes en la vida de las mujeres. Es esta mezcla de lo cotidiano con lo simbólico lo que hace de El eterno femenino una obra particularmente poderosa.
La vigencia del texto radica en que muchas de las estructuras que Castellanos denuncia no han desaparecido. Siguen presentes, aunque con nuevos disfraces. La autora sostiene, a lo largo de la obra, su convicción de que las mujeres no deben seguir siendo figuras moldeadas por la mirada ajena, sino sujetos completos, capaces de decidir sobre sí mismas. Su única obra teatral es, en ese sentido, una declaración de principios.
Por eso, El eterno femenino no envejece. No busca la complacencia ni se agota en la risa. Cada escena invita a pensar en cómo se han construido los roles femeninos y qué elementos de esas narrativas siguen afectando la vida actual. Es una obra que exige una lectura atenta y una disposición a cuestionar lo que siempre se dio por hecho. En manos de Castellanos, la risa no es un escape: es una forma de despertar.
Quien se acerque a esta obra encontrará un texto que no pretende dar respuestas simples. Es, más bien, un llamado a mirar de otra manera, a quitarse las máscaras sociales y a reconocer las historias que han sido silenciadas. A través de humor, crítica y un profundo conocimiento de la condición humana, Rosario Castellanos ofrece una de las reflexiones más sólidas sobre la identidad femenina en la literatura mexicana. Y en esa lucidez reside, quizá, su legado más duradero.
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