El miedo es un mecanismo poderoso, pero profundamente frágil. Puede contener conductas por un tiempo, imponer silencios y generar aparente estabilidad, pero no construye compromiso ni sentido de comunidad.
COLABORACIÓN INVITADA/Enriqueta Burelo/Ultimátum
Durante décadas, el discurso público ha repetido una idea casi incuestionable: para que exista orden debe existir miedo. Miedo a la sanción, a la autoridad, al castigo. Bajo esta lógica, la fuerza —real o simbólica— se convierte en el principal instrumento para mantener la paz social. Pero ¿es realmente el miedo la base más sólida para construir orden? ¿O estamos confundiendo obediencia momentánea con convivencia duradera?
El miedo es un mecanismo poderoso, pero profundamente frágil. Puede contener conductas por un tiempo, imponer silencios y generar aparente estabilidad, pero no construye compromiso ni sentido de comunidad. Donde el miedo gobierna, la confianza se erosiona, la participación se retrae y la violencia —aunque sea latente— se normaliza. El orden impuesto por el temor suele ser un orden que se sostiene solo mientras la amenaza está presente.
En contraste, el orden que nace del acuerdo social, del respeto a la ley y de la legitimidad de las instituciones tiene raíces más profundas. Este tipo de orden no depende del sobresalto constante, sino de la certeza de que las normas existen para proteger derechos, no solo para castigar faltas. Cuando las personas creen en la justicia de las reglas, las cumplen no por miedo, sino por convicción.
La clave está en la confianza. Confianza en que la autoridad actúa con imparcialidad, en que la ley se aplica sin privilegios y en que el Estado responde a las necesidades básicas de la población. Sin esta base, cualquier intento de imponer orden se convierte en una simulación. Con ella, en cambio, la sociedad misma se vuelve corresponsable de cuidarlo.
Existen ejemplos claros de que el orden puede construirse sin recurrir al miedo como herramienta central: comunidades donde la prevención del delito se basa en la cohesión social; políticas públicas que priorizan la educación, el acceso a oportunidades y la justicia restaurativa; ciudades donde la presencia del Estado no se mide por el número de armas, sino por la calidad de los servicios públicos. En estos contextos, la autoridad no se percibe como amenaza, sino como garante.
Esto no significa negar la necesidad de la ley ni de las sanciones. Toda sociedad requiere reglas y consecuencias. La diferencia radica en el enfoque: sancionar para corregir, no para intimidar; ejercer la autoridad para proteger, no para someter. El miedo puede ser un recurso inmediato, pero nunca una estrategia de largo plazo.
La pregunta, entonces, no es solo si puede existir orden sin miedo, sino qué tipo de sociedad queremos construir. Una donde la calma se base en el silencio forzado, o una donde el orden sea resultado de la justicia, la confianza y la participación ciudadana. La historia demuestra que el verdadero orden no se impone: se construye.
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